El interminable debate en torno al dilema sobre si la gestión de las reformas debe abordarse con políticas de shock o con una dinámica más gradual omite el análisis de aspectos profundos, demasiado relevantes. Los defensores de las estrategias más frontales sostienen que generar transformaciones implica encararlas con contundencia. Saben que no se lograrán triunfos de la noche a la mañana y que la implementación puede hacerse secuencialmente, pero siempre transitando un sendero definido.
En algunas ocasiones se confunden los términos y se intenta hacer creer que un esquema como el descrito es invariablemente abrupto y desordenado. La tarea consiste en gestar puntos de inflexión, modificar los sistemas de incentivos, de premios y castigos, orientándolos con mayor inteligencia y una eficiencia superior. Los resultados jamás aparecerán mágicamente, pero una categórica mutación de las reglas de juego puede ser vital para alterar el rumbo de los acontecimientos y esperar palpables mejoras en un plazo razonable.
Del otro lado, los promotores del gradualismo afirman que las medidas de impacto son bruscas, políticamente inviables y sus consecuencias son inhumanas, nefastas y exageradamente negativas para la mayoría. Es cierto que tomar medidas drásticas produce efectos inmediatos y trae consigo importantes secuelas. Eso es indudable y no debe ser negado. En todo caso, se deben contrastar las evidentes ventajas y los ineludibles inconvenientes que vienen de la mano de esas duras determinaciones.
Son muy pocos los que están dispuestos a desnudar con idéntica potencia el precio de la inacción, el verdadero costo de las demoras. No hacer nada, o hacer poco, también tiene derivaciones. Es probable que no sean tan notorias en el corto plazo, pero no por ello consiguen ser menos destructivas y nocivas para demasiada gente. La invitación a elegir opciones aparentemente más suaves, placenteras, cómodas y políticamente correctas encierra una trampa brutal impregnada de una gran deshonestidad intelectual. Lo gradual ofrece un camino escalonado, pero esa tardanza tiene gigantes costos ocultos que pretenden ser minimizados. No parece saludable esconderlos bajo la alfombra.
Cuando se sostiene eternamente un régimen de subsidios inmoral sólo para evitar las consecuencias de quitarlo, se debe asumir con sinceridad que se seguirá esquilmando a muchos ciudadanos detrayendo una parte importante del fruto de sus esfuerzos personales cotidianos para sustentar a otros que no lo están haciendo, ni tienen intenciones de hacerlo.
Prolongar el saqueo institucional puede parecer más sutil, pero sólo lo es para los que reciben la ayuda. Para los que siguen pagando la fiesta, eso es impiadosamente perverso. Suponer que dejar todo como está o modificarlo tenuemente no tiene costo alguno es de necios, pero también de cínicos. Los economistas saben que las alternativas que ofrece una inversión deben ser evaluadas y consideradas a la hora de tomar la decisión. A eso llaman costo de oportunidad. En materia de decisiones personales, familiares y también sociales, ese mismo concepto conserva su sentido equivalente.
No hacer nada, detenerse frente a lo necesario e inevitable implica también aceptar que esa decisión tiene inexorables ramificaciones para todos. Los eventuales damnificados a los que se intenta proteger deberán postergar la oportunidad de hacer lo correcto y arrancar la nueva era cuanto antes. No se extirpa un tumor por etapas aduciendo que es menos doloroso. Se toma la decisión de enfrentar el problema con coraje y se asumen los riesgos, el circunstancial daño emergente, siempre sabiendo también que hacerlo ahora es mucho mejor que posponerlo indefinidamente. El único caso en el que se decide no hacer nada es cuando se considera que el paciente está en una fase terminal y no tiene chance alguna de sobrevivir. Allí se opta por garantizar calidad de vida acortando los tiempos de supervivencia. Si el diagnóstico de la política es que administran un enfermo sin futuro, sería bueno que lo digan. Si, por el contrario, como suelen recitar, el porvenir es sinónimo de éxito, es hora de apurar el tranco, porque a este ritmo dilapidarán las oportunidades de corregir errores.
La sociedad tiene enormes responsabilidades en esta parodia. No se puede vivir en el Primer Mundo sin hacer significativos sacrificios, con cobardía y gradualismo. Es hipócrita creer que se pueden conseguir grandes logros sin atravesar contingencia alguna. Si se desea prosperar, hay que estar dispuestos a hacer todos los deberes.
Esta situación actual no es mérito exclusivo de la dirigencia política, sino también de esta sociedad que declama ampulosamente algo que luego no puede sostener con actitudes individuales concretas. Parecería que quienes dicen aspirar a los cambios no lo desean con tanto fervor. Cierta actitud timorata, ambigua, repleta de dudas y contradicciones invade las mentes de quienes desean progresar, mientras prefieren permanecer en la zona de confort que les ofrece la continuidad infinita.
Es posible que la victoria final esté a la vuelta de la esquina, pero no se llega hasta allí con ridículos zigzagueos, posturas temerosas y midiendo cada paso. La meta soñada requiere valentía y claridad suficiente, ya no sólo para alcanzarla, sino para intentar recorrer ese trayecto con convicción. La discusión política prosigue casi sin sentido. Por ahora el gradualismo gana la batalla. Sería bueno que los que apoyan esa visión comprendan que los supuestos perjuicios que pretenden evitar son reales y siguen allí. Aunque no puedan visualizarlo, existe el costo de oportunidad de la dilación.