Muchas de las creencias fuertemente arraigadas en la sociedad provienen del socialismo más ortodoxo. Una de ellas es que el gasto estatal es bueno, saludable y hasta un dinamizador de la economía. La lista de bondades descriptas es interminable y resulta realmente sorprendente que la inmensa mayoría del arco político sostenga ese paradigma con ciertos matices que no cambian el fondo de la cuestión.
Cuando se acepta la idea de que el gasto estatal es positivo, se validan automáticamente, aun sin pretenderlo, todas sus fuentes naturales de financiamiento, que paradójicamente son rechazadas sistemáticamente por los individuos. La “caja” de cualquier Estado se alimenta invariablemente de impuestos, endeudamiento o emisión monetaria.
Los impuestos son los recursos que los gobiernos detraen en forma coercitiva y obligatoria, es decir por la fuerza y sin mediar la voluntad de ningún ciudadano, quitándoles una parte, muchas veces importante, del fruto de su esfuerzo genuino y de su sacrificio personal.
El endeudamiento estatal implica que las generaciones actuales usarán dineros que le prestaron, para que otros en el futuro deban abonar ese consumo presente. Una perversión estatal de las más crueles, porque en ese esquema un grupo de individuos hoy decide que utilizará un dinero que otros, que no fueron consultados, terminarán pagando con su trabajo.
La emisión monetaria es esa herramienta que los gobiernos aplican abusando del monopolio estatal del que disponen para la fabricación de moneda local, que deriva en la creación artificial de dinero sin respaldo. Cuando esa emisión no es genuina y no tiene soporte real, produce inflación, el más perverso de los impuestos, ese que hace que quienes tienen ingresos fijos vean como se deteriora su poder de compra.
Todos estos instrumentos son detestados por la sociedad, porque de forma directa o indirecta, percibe que inciden sobre sus ingresos presentes y futuros, por lo tanto sobre su calidad de vida actual y su porvenir.
Sin embargo, con casi la misma vehemencia que se rechaza a esas herramientas, se aplaude al gasto estatal. Es que la política ha instalado esta idea y la alimenta a diario. No lo hace de casualidad o sin intención. Cuanto más dinero administra el Estado, más poderoso es el político de turno que dispone de su destino en forma inconsulta, o a lo sumo con otros de su clase, con la corporación de dirigentes, que deciden discrecionalmente hacia adonde lo orientarán. Algunos intentan hacerlo con más criterio, pero es inevitable caer en la arbitrariedad.
Los políticos saben que precisan promover un gasto estatal elevado. Eso los hace importantes y poderosos. Así consiguen que los que pretenden acceder a esos fondos los contacten, con todo lo que eso significa a la hora de manejar recursos, cuando no de generar oportunidades de corrupción.
Por eso es que cuando algún sector de la ciudadanía le dice a la política que los impuestos son altos, que deberían bajarlos, ellos argumentan que para poder disminuir unos se deben previamente subir otros. Ellos creen, y además les resulta muy conveniente, que el gasto estatal no debe bajar, jamás reducirse. Por eso han trabajado en la importante batalla cultural convirtiendo al término “ajuste” en una mala palabra y en sinónimo de caos.
En realidad cuando en la vida particular los números no cierran, existen solo dos caminos posibles, o el incremento de los ingresos o la reducción del gasto. Pero se sabe que incrementar ingresos en el Estado implica aumentar impuestos, endeudarse o emitir dinero artificial provocando inflación. Ellos insisten en esta dialéctica pérfida, esa que dice que el gasto es inflexible a la baja y que sólo se puede ser sostenido o aumentado. Cuando alguien audazmente sugiere lo contrario, lo demonizan, siendo que son ellos quienes condenan a la comunidad a este círculo vicioso.
Lo que no dicen los políticos es que el gasto puede y debe reducirse, y no necesariamente dejando de prestar servicios. No es novedad que el Estado es fuente de corrupción, esa que consume recursos que no van a parar a las prestaciones esenciales sino a los bolsillos de los funcionarios hipócritas, los mismos que dicen que el gasto no se puede disminuir.
Tampoco dicen esos dirigentes que el Estado es intrínsecamente ineficiente porque aplica más recursos de los necesarios para obtener lo que otros logran con menos. En este contexto, es inadmisible seguir aceptando ciertos patéticos y paupérrimos argumentos lineales que solo invitan a creer, sin razón alguna, en la falacia de las virtudes del gasto estatal.
A estas alturas es imprescindible discutir, sin temor, seriamente y sobre todo sin que medien intereses personales directos, cuáles son las funciones vitales de un Estado y cuáles definitivamente no le corresponden. Mientras tanto tendremos que seguir asistiendo< al triste espectáculo que nos proponen cuando hablan del cínico paradigma del gasto estatal.