El actual conflicto en Siria ha puesto en escena una nueva versión de la reiterada postura de ciertos sectores políticos y de una significativa cantidad de ciudadanos del mundo, que utilizan la tragedia para ventilar sus más inconfesables odios, su resentimiento serial y sesgada posición ideológica.
La opinión pública en general ya había decidido ignorar lo que venía ocurriendo en ese territorio, como ha sucedido casi siempre en la historia. Para casi todos se trataba de un conflicto inentendible, doméstico, pero al mismo tiempo, claramente irrelevante para la política mundial.
Pero muy pronto todo cambió. La mera posibilidad de que EEUU decidiera participar militarmente de la disputa hizo que se despertara, casi mágicamente, un sospechoso interés humanitario que no estaba presente.
Queda instalada así la sensación de que en realidad a nadie le interesa demasiado la cantidad de muertos de la guerra civil Siria, ni mucho menos de qué se trata la lucha, ni la posible existencia de armas químicas o bajo qué circunstancias se desata esta andanada de crueldad en ese lugar.
La hipocresía se hace inocultable a poco de inicia cualquier discusión superficial sobre el asunto. La cuestión ha tomado relevancia sólo porque una nación quiere asumir un rol predominante que no le corresponde.
No es novedad que la política internacional norteamericana es detestable y que su soberbia actitud de gendarme del mundo constituye un permanente atropello a la comunidad internacional. Se sabe que nadie le ha delegado esa potestad, ni a esa nación ni a otra, para decidir lo que es bueno y lo que es malo para todos. Pero no menos cierto es que en Siria, como ha pasado tantas veces en otras regiones, las disputas políticas, la atrocidad de los fanatismos, los autoritarismos despóticos y los fundamentalismos, se han llevado consigo vidas de inocentes, mostrando un absoluto desdén por la vida humana que no debe admitir alegatos en ningún caso.
La no intromisión de ciertos países en temas internos de los demás no convierte en virtud a las actitudes asesinas de los tiranos que detentan el poder, ni tampoco a los rebeldes que utilizan armas sólo para imponer su razón. Los sucesos lamentablemente se repiten, con muertes, violencia y excesos de poder, en definitiva, las antípodas del logro de la paz, esa que cualquier ser humano decente pretende para la vida en sociedad.
Ganar la paz nunca fue fácil. Con intransigentes, autoritarios e intolerantes como protagonistas se hace muy complejo. La búsqueda de la paz es un objetivo en sí mismo, sobre todo si se pretende construir en armonía. Pero resulta vital resistir la tentación autoritaria y encontrar creativas formas de acuerdo, nuevos espacios de coincidencias, aunque la velocidad de esos consensos no sea la óptima.
El mundo asiste hoy a una guerra civil, esta vez en Siria, pero que solo replica innumerables eventos en la historia de la humanidad. No se debe justificar de modo alguno el inicio de la fuerza contra otros. El uso del poder, del Estado y sus recursos, para aplastar a los opositores es tan cruel como el de los que eligen el camino de la destrucción indiscriminada de seres humanos solo para derrocar al opresor de turno.
Es inadmisible la actitud indiferente de una sociedad que siente el enfrentamiento como ajeno. Lo ignora, renunciando a la chance de liderar la construcción de soluciones profundas. El silencio cómplice de la comunidad internacional sólo institucionaliza una conducta ciudadana demasiado obvia.
Las posturas intervencionistas, de esas que creen que el derramamiento de sangre arregla algo, tampoco resultan ni razonables, ni moralmente correctas. Pero alguna luz de esperanza se abre tímidamente gracias a una secuencia de hechos que pueden parecer menores pero que, probablemente abren la puerta a una interesante etapa. El escaso apoyo local en EEUU, el rechazo internacional masivo a la militarización adicional, las malas experiencias del pasado reciente, parecen haber puesto un leve freno, por ahora provisorio, a los reiterados intentos de siempre. Pero se debe entender que esto tampoco resuelve el problema, a lo sumo no lo agrava.
Lo que preocupa es el cinismo planetario de quienes destilan su odio hacia EEUU y usan descaradamente a Siria, a la desgracia de esa nación, a sus inocentes muertos, o a lo que fuera, sólo para hacer política barata. El antinorteamericanismo arraigado en el mundo, con matices según los continentes, aparece con inusitada efervescencia cuando esa potencia militar intenta poner sus uñas en un nuevo territorio.
A no engañarse, no se trata de una real preocupación por los sirios, ni por las vidas humanas, ni mucho menos el reconocimiento de los problemas internos de una nación, es solo la excusa políticamente correcta para que los xenófobos de siempre, los destiladores de odio, hagan de las suyas.
No les interesan ni las vidas, ni el conflicto, ni su solución. Cuando los que tienen actitudes imperiales, igualmente repudiables, son otras naciones, el silencio cómplice de sus posturas se manifiesta sin rodeos.
La posición humanitaria del colectivismo progre es una gran farsa. Avalan regímenes dictatoriales defendiendo déspotas, hacen caso omiso a las denuncias sobre la existencia de presos políticos y violaciones a los derechos humanos en diferentes latitudes. Solo reaccionan cuando EEUU entra al ruedo, como si esa nación tuviera el monopolio de los dislates.
Esa estrategia ya es indisimulable. A esos ciudadanos del mundo no les importa ni la gente, ni los muertos en Siria, ni la escalada de violencia en ese país. Solo les interesa usar a la gente para diseminar sus creencias repletas de rencor, que desprecian al individuo. Ellos creen que las personas deben someterse al interés colectivo. Sus posturas políticas son cada vez más evidentes y burdas. Es solo camuflaje humanitario.