En el contexto de las elecciones de medio término, la política Argentina se encuentra recorriendo una transición repleta de intrigas y especulaciones, práctica que por estas latitudes se torna cada vez más frecuente.
El resultado de las primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias ha confirmado algunas presunciones cambiando sustancialmente el escenario político de cara al mañana. Con estas tendencias, que difícilmente se reviertan pronto, queda atrás la pretendida reforma constitucional y con ella la aventura de la eternización en el poder. Al menos por ahora.
La ciudadanía y la clase política ya discute la sucesión presidencial. La opinión pública parece dividirse entre los que no tienen paciencia, los más ansiosos, los que pretenden los cambios hoy y sin tener que esperar plazo alguno, y los otros que entienden la necesidad de hacer las cosas bien, cumplir los tiempos constitucionales y dar paso a la institucionalidad para que se puedan producir las transformaciones ordenada y prolijamente.
Es de una gran osadía e irresponsabilidad plantear una interrupción del actual mandato presidencial. Aun bajo la verosímil hipótesis de que el gobierno no tenga interés alguno en mutar sus políticas y que éstas profundicen los problemas y posterguen la solución, no parece razonable siquiera sugerir la vulneración del orden constitucional.
La sociedad debe aprender a hacerse cargo de sus aciertos pero también de sus errores. No se puede borrar con el codo lo que se escribe con la mano. Esta gestión ha tenido un irrefutable aval electoral que permitió su llegada al poder con amplio apoyo popular. Sus políticas fueron acompañadas durante demasiado tiempo no sólo por sus votantes, sino por tantos otros que criticaron las formas pero no el fondo de cada determinación.
El gobierno ahora ha perdido ese respaldo ciudadano, pero tiene aun dos años más para cumplir su mandato. Es hora de que cada argentino no se haga el distraído y asuma el costo de sus desaciertos. No solo se equivocaron quienes votaron mal, sino muchos otros que prefirieron la indiferencia, el silencio y la complicidad como manifestación cívica.
La solución no pasa por ir cumpliendo con los caprichos infantiles de los ciudadanos, sino por asimilar el error, por admitir responsabilidades y fundamentalmente por darse tiempo para que el aprendizaje se convierta en nuevas decisiones que superen a las anteriores, evitando la desesperación de la urgencia para reemplazarlo por la sensatez. Las decisiones trascendentes se toman en un marco de serenidad y no en el medio de la emotividad que propone la vertiginosidad de los hechos.
Argentina para sobreponerse a su presente, para enderezar el trayecto, precisa mucho más que espasmódicas reacciones políticas y enfados circunstanciales. Hay que construir la templanza para elaborar la hoja de ruta que permita superar la coyuntura política, social, económica y moral.
Esta nación es una eterna promesa de éxito. Si no se ha conseguido aprovechar la bendición de tantas fortalezas es porque no se han hecho los deberes. Y eso no tiene que ver con elegir a los mejores para guiar los destinos de este conjunto de ciudadanos, sino porque básicamente no se han aplicado las ideas que conducen hacia ese resultado tan anhelado.
Son momentos difíciles y cargados de sensibilidad. Es probable que se esté transitando por un punto de inflexión entre una larga secuencia de decisiones inadecuadas que llevaron a este presente y la esperanza de estar corrigiendo la orientación del esfuerzo hacia caminos más venturosos.
Todo depende de lo bien o mal que se hagan las cosas en instancias políticas como éstas. No se trata ya sólo de culminar una etapa, sino de procesar los disparates, de asumirlos como propios y no como ajenos, de entender que los que gobiernan no son paracaidistas que aterrizan de casualidad en el poder, sino que son la consecuencia esperable de una sociedad que piensa de un modo determinado, con ciertos paradigmas.
Los que gobiernan solo representan las ideas de las mayorías. Desde hace muchas décadas la política local está plagada de consignas que cuentan con enorme apoyo ciudadano. Un gobierno con poder concentrado en el líder de turno, un Estado excesivamente protagonista, que interviene la economía, que asume un rol activo en diferentes funciones que no le son propias y que por lo tanto maneja dinero y poder a su discreción.
Argentina tiene un gran desafío por delante. El debate no es justamente si se debe terminar cuanto antes esta etapa. La discusión no pasa por librarse de los gobernantes, sino de las ideas que gobiernan, y eso no se resuelve en un solo proceso electoral, ni con antojos o arranques de furia cívica.
Creer que los políticos son el problema, es una primera muestra de lo desorientada que puede estar una sociedad. El destino cambia cuando los individuos son capaces de reflexionar y corregir el recorrido. Nunca antes.
Habrá que tener la entereza suficiente para que se cumplan los mandatos constitucionales, para que el proceso de reorientación política se consolide con inteligencia y los argentinos puedan poner todo su esmero en repensarse, en revisar sus profundas convicciones. De lo contrario, lo que sucederá en la siguiente elección es que llegarán nuevos interlocutores de la política pero permanecerán idénticas ideas. Así solo se verán cambios parciales, sutilezas de estilo, pero no un rumbo que asegure un porvenir de progreso como el que todos ansían. Hay que enfocarse en el futuro para salir del dilema entre premura y estoicismo.