De tanto en tanto, se reinstala esta hipócrita discusión. Altas dosis de inmoralidad y autoritarismo subyacen en los planteos de quienes la estimulan. Ellos creen que el servicio militar obligatorio (SMO) puede resolver ciertos problemas de las sociedades contemporáneas.
Los impulsores de esa idea y sus múltiples variantes sostienen diferentes argumentos para justificarla. Por un lado, algunos de sus promotores dicen que este tipo de sistemas permite a los más jóvenes adquirir conocimientos, disciplina, respeto por el orden y que ese aprendizaje es de gran utilidad para la vida en comunidad.
Muchos de los que alimentan esa visión aducen que esa herramienta ayuda a combatir las adicciones, erradicar la violencia, desalentar la delincuencia y alejarlos de tantos malos hábitos del presente. Opinan que el rigor, el peso de la ley, la obligatoriedad como criterio moral, orientarán a los adolescentes descarriados, a esos que no tienen proyectos para sus vidas y que caen en el delito, las drogas o cualquier otro vicio.
Se trata de una percepción meramente utilitaria que idealiza al SMO como una medida necesaria para enderezar el rumbo de muchos, un correctivo para los que parecen no saber cómo diseñar su futuro.
Otro grupo, tan importante como el anterior, defiende esta posición desde un lugar distinto, alegando que el SMO permitiría construir una milicia ciudadana capaz de defender al país en tiempos de guerra o frente a cualquier hipótesis de conflicto con otro estado. Lo conciben como un servicio a la patria. Apoyan sus dichos citando ejemplos de naciones desarrolladas con esquemas similares, que describen como exitosas formas de patriotismo, de amor al país y de compromiso con la identidad nacional.
Existe un evidente error conceptual en la génesis de estas retorcidas ideas. Sus defensores creen que los individuos no tienen derecho alguno y por lo tanto que no se trata de personas libres, capaces de gobernarse a sí mismas. En esa línea, afirman que el Estado es más que los individuos y que una casta superior, obviamente la conformada por ellos, debe tener la potestad de decidir por los demás, definiendo lo que es bueno y lo que es malo para el resto de los mortales. Bajo esa lógica, algunos seres deben someterse a sus mandatos, en virtud de su indiscutible sabiduría y superioridad moral e intelectual. ¡Vaya concepción de la humanidad!
Aun suponiendo que las razones esgrimidas tuvieran visos de pragmatismo y fueran eficientes para el logro de esos objetivos tan loables, el hecho de conseguirlo a expensas de sojuzgar a los demás, sometiéndolos a un régimen de esclavitud transitoria, exime de comentarios adicionales.
Si la dialéctica de que “el fin justifica los medios” fuera aceptada como correcta, con idénticas buenas intenciones se podría subyugar a cualquiera, inclusive a los adalides del SMO y obligarlos a hacer lo que fuere en nombre de encomiables propósitos que nunca faltan.
La coerción, y en el caso del Estado, el uso monopólico de la fuerza, es una depravación a todas luces. Lo que debe ser impuesto por medio de la coacción no puede ser bueno. Si lo fuera no precisaría de semejante atropello. Obligar a otros a hacer lo que no desean es ignorar la existencia de sus derechos y su libertad, desconociendo entonces la esencia humana.
Los defensores de esta perversa idea creen que nadie es dueño de sí mismo y que los individuos son propiedad de la sociedad y por lo tanto deben sacrificarse. Tal vez, esas personas que apoyan el SMO deberían entregar sus propias vidas a ese formato de sumisión que aprueban, en vez de arrogarse la voluntad de decidir por los demás sobre su destino.
El SMO no es improcedente sólo por la humillación que supone hacia quienes somete, sino porque implica quitarle la libertad a los individuos. Poner a un ser humano bajo las órdenes de otro, asumiendo que debe ser dominado sin más, es reducirlo en su condición humana.
Si algunos desean vivir en un ambiente más educado, menos hostil, más ordenado, en el que las adicciones, la violencia y el delito sean eliminados, tendrán que trabajar más duro. Deberán seducir a otros seres humanos, usando la racionalidad, mostrando el camino, tal vez con el propio ejemplo, dejando de recitar acerca de lo adecuado para pasar a hacer lo correcto.
Se asiste a una nueva embestida de este pérfido proyecto. La libertad no es un valor negociable, ni debe utilizarse como moneda de cambio, como parte de una transacción social. Eliminar la libertad es vulnerar el mayor derecho de un individuo, el de disponer de su propia vida, el de decidir por sí mismo.
Los que promueven este sistema olvidan que el gobierno debe garantizar derechos, asegurar la libertad e impedir la servidumbre, esa que fue derrotada hace tiempo para no volver, ni de modo temporal, como propone el servicio militar obligatorio en esta nueva forma de esclavitud disimulada.