Describir las características de un régimen político es una tarea compleja. Su configuración nunca es lineal, sencilla, ni tampoco transparente.
Una serie de hechos cotidianos, de decisiones gubernamentales, han permitido encontrar ciertos rasgos comunes entre las administraciones demagógicas de este tiempo.
Muchos analistas han preferido detenerse en sus aspectos más evidentes, en los más visibles, a veces por lo trágico de sus consecuencias y otras sólo porque la creatividad de la corporación no deja de sorprender.
Una noticia reciente pone nuevamente el foco en un tema central que ayuda a desenmascarar las profundas convicciones de este modo de concebir la acción política.
El populismo es por definición una “doctrina política que se presenta como defensora de los intereses y aspiraciones del pueblo para conseguir su favor”.
Venezuela dio a conocer la creación del “Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo”. La novedad tiene costados grotescos. Pero independientemente de lo absurdo de la decisión tomada en el contexto electoral doméstico, desnuda la esencia del credo que la sostiene.
No se trata de un anuncio aislado. Está enmarcado en la necesidad de captar votos. La política entiende que así piensa la mayoría de la gente y que entonces aceptará este proyecto con absoluto beneplácito.
Muchos son los que consideran que es el Estado, y más aún el gobierno de turno, el encargado de proveer felicidad a los ciudadanos. Este dislate puede sonar ridículo para los que aún conservan los pies sobre la tierra y hacen de la responsabilidad personal una forma de vida. Pero son demasiados los que están convencidos de que es el Gobierno el que debe proporcionar prosperidad, haciendo lo imposible para puedan disfrutarla.
Así es que se ha instalado la percepción de que los políticos son “semidioses” que pueden conseguir que la sociedad pueda progresar. Esa concepción ideológica asume esta perspectiva porque le resulta funcional a sus intereses. Si todos piensan que la felicidad la debe suministrar el gobierno, pues la tarea ciudadana ya no consiste en el fastidioso esfuerzo de trabajar y capacitarse sino que sólo implica votar a los políticos que pueden hacerlos felices. No se trata de un pensamiento casual o inocente.
Esa casta política, que no es patrimonio exclusivo del presente ya que la historia es rica en ejemplos de esta naturaleza, ha desvirtuado el sentido de las funciones del Estado, han convertido a los gobiernos en maquinarias que prometen sueños, ilusiones y esperanza de modo ininterrumpido.
El nacimiento de las modernas modalidades de vida en comunidad, la llegada de los Estados tenía que ver con garantizar los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad. En tanto el Estado asegura la vigencia de esos derechos, son los seres humanos los que se procuran su suerte, llevando adelante en libertad, su propio plan de vida, en la búsqueda de esa felicidad que cada uno concibe de modo diferente y subjetivo.
Este pensamiento mágico, este conjunto de nociones trasnochadas, no llegan aquí de la mano del azar. Han sido pormenorizadamente pergeñadas durante décadas, por filósofos, pensadores y hombres de la política que fueron diseñando esta fantasía de que alguien, un iluminado y su banda, vendrían a resolver los problemas de todos.
Es por eso que hoy tantos ciudadanos le piden, y hasta le exigen, al gobierno ya no la vigencia plena de sus derechos para desarrollarse en libertad, sino una absoluta garantía para disponer del acceso a la salud y a la educación, al trabajo y a la vivienda, y a cuanta demanda se les ocurra.
El gobierno de Venezuela ha dado un paso más, tal vez sólo una anécdota para algunos o una humorada para otros, pero a no dudar que esta determinación se sustenta sobre la creencia más arraigada de estas sociedades, esa por la cual el Estado debe asegurar la felicidad, redoblando la apuesta de los demagogos de siempre, que apuntan otra vez a uno de los más importantes cimientos del populismo.