Un esperado fallo judicial pone en el centro de la escena una absurda y engañosa discusión. Se acepta con naturalidad la existencia de una “ley de medios” asumiendo que la libertad de expresión debe ser regulada, bajo la idea madre de que sus protagonistas son ineficaces, malvados y abusivos.
La coyuntura política instaló esta oportuna “cortina de humo” para ocultar y postergar preocupaciones superiores. Sin dudas, una determinación como ésta marca una tendencia y se constituye en un peligroso antecedente, pero no ha hecho más que confirmar una sospecha, avalando una línea de acción ya no del oficialismo de turno, sino de una forma de concebir esta trama.
Los partidos políticos que votaron la ley de referencia piensan de modo similar, tienen idéntica visión ideológica sobre la materia. Los legisladores solo discutieron matices de las regulaciones y no la necesidad de la norma.
Esa multitudinaria posición política tampoco es casualidad. Las votaciones en el Congreso en oportunidad del tratamiento parlamentario y la postura pública de los partidos, no es más que el fiel reflejo de lo que suscribe una ciudadanía, que con distintos argumentos, a veces ideológicos y otras de orden práctico, reclama que se legisle poniendo límites a la libertad de expresión. La discusión entonces pasa solo por la magnitud de la regulación, sus alcances y los eventuales intereses que persiguen unos y otros.
Mucha gente razonable repite con convicción que el periodismo es un “servicio público” que debe ser veraz, objetivo e independiente y bajo ese paraguas argumental sostiene que una ley debe asegurar esa aspiración.
Los supuestos inconvenientes de una libertad de prensa plena, que se describen con más vehemencia que honestidad intelectual, son sólo el emergente de un proceso del que la sociedad es protagonista. La calidad de los contenidos, la concentración de los propietarios de medios y el poder que se deriva de ese hecho son un asunto de segundo orden. Pero aun si se asumiera la pertinencia de esas cuestiones y que ellas deben ser encaradas, estas herramientas que impulsa la ley no son las adecuadas.
Es en el marco de una mayor competencia que evolucionan las programaciones y mejoran los contenidos. La gente elige lo que desea escuchar, ver o leer y no otra cosa. La calidad de los contenidos no depende de la oferta, sino más bien de la demanda. Los “malos productos”, si es que el término aplica, son la consecuencia de un público que lo consume.
La concentración de los medios es el resultado esperable de las políticas actuales, de un Estado que otorga “permisos” favoreciendo a los amigos del poder. Sin licencias, el mercado exhibiría más propietarios y diversidad, y competiendo es que cautivarían las preferencias de los consumidores. Este esquema de concesiones sólo encuentra justificación más en la voracidad de los grupos de poder que en las limitaciones técnicas.
Ningún oficialismo, ni éste, ni los anteriores, ni los que vendrán, pretenden pluralidad de opiniones. Sobran pruebas. Con la norma vigente no aparecieron más voces. En todo caso algunas pocas nuevas pero para decir más de lo mismo. Resulta contradictorio que la gente pida regulaciones para evitar concentración de medios opositores, mientras nada dice sobre el creciente número de aplaudidores del discurso hegemónico.
Lo más novedoso que ha puesto en el tapete el último veredicto es la autoritaria posición de los que gobiernan y la tribuna aduladora de partidarios, cuando pretenden que una sentencia judicial convierta a una ley en algo inmutable que debe ser acatado y obedecido sin protestar.
Es un tema opinable. Se podría afirmar, de modo demagógico y positivista, que si es ley hay que cumplirla. El respeto es otra cosa. Una letra fría no se convierte en moralmente correcta solo por ser ley. El voto mayoritario de los legisladores, su abrumador apoyo popular y la confirmación judicial, no la transforma en perfecta o bondadosa. Abundan ejemplos en el pasado y presente que demuestran su relatividad. Lo que subyace en estas aseveraciones es la voluntad de sojuzgar al otro, de imponerle reglas.
La flamante decisión judicial, la norma y su aplicación, el presente político y todo el contexto, están muy lejos de lograr aplastar a la libertad de expresión como valor, aunque lo intentan y en lo fáctico consiguen restringirla y limitar su alcance. La libertad es parte de la esencia humana que hoy cuenta con una multiplicidad de instrumentos que ayudan a eludir la creativa e interminable lista de escollos que los gobiernos proponen.
Se intenta legitimar la disputa contra ese grupo de medios, amparándose en la actitud poco ética que ha mostrado en el pasado, jugando al poder, con una participación innegable en varias ocasiones. Esa conducta puede ser reprochable, pero construir una regla a la medida de la batalla planteada no parece ser menos reprobable. Aunque todos sepan que la controversia es solo una excusa más para lograr el objetivo, el de alinear discursos, acallar disidentes y amedrentar a los que piensan diferente.
El fallo de la Corte es una mala noticia solo por lo que significa como señal y confirmación del rumbo, pero no es el fondo del asunto. La “ley de medios” es el problema.