Frente a la realidad se pueden asumir diferentes actitudes. Los hechos están allí, pero es cierto que pueden ser interpretados, observados desde miradas distintas, y hasta abordados de modo singular.
Es un denominador común de este tiempo es que ciertos gobiernos prefieran no reconocer los problemas por los que atraviesan, que decidan ignorarlos o hasta relativizar su magnitud.
Ante este panorama, algunos ciudadanos se inclinan por creer que se trata de un fenómeno propio de la psicología, el de la “negación”, ese mecanismo de defensa por el que, en este caso un gobierno y sus partidarios, se enfrentan a un conflicto negando su existencia, o al menos su relevancia.
La negación implica rechazar sistemáticamente aquellos aspectos de la realidad que resultan incómodos. De cara a las amenazas que significa admitir lo que está sucediendo, la negación actúa como una coraza que protege y ayuda a superar el mal momento, omitiendo lo que ocurre.
Para otros solo es necedad, cierta imposibilidad para comprender lo que acontece y así la respuesta natural para rechazar la crítica pasa por construir argumentos que refuten cada embate, recurriendo a comparaciones con el pasado, relaciones con el contexto y hasta recursos extremos desde lo intelectual como la equiparación del apoyo popular que deviene de las mayorías numéricas con la verdad absoluta.
La obstinación, su terquedad y hasta su ignorancia definen al necio, ese que ante lo evidente, opta por insistir en sus justificaciones y cuando ya no los tiene reaccionar infantilmente apelando al berrinche.
Cierto sector de la sociedad también apegado a una interpretación más bien patológica desea creer que los gobiernos y gobernantes sólo repiten lo que muchos individuos hacen en sus vidas personales; la evasión. Como la realidad no les ofrece lo que quieren ver, la eluden invocando conspiraciones en las que confabulan contra sus nobles intenciones y así los fracasos son el producto de endemoniados intereses que destruyen todo.
Mucho de lo que explican hasta puede resultar verosímil, porque mencionan incidentes aislados que pueden parecer funcionales, pero siempre asumiendo que los inconvenientes detectados son consecuencia de responsabilidades ajenas. Plantearlo así, elusivamente, les permite no tomar decisiones, ya que lo que sucede tiene que ver con errores de terceros y no con desaciertos propios que merezcan ser subsanados.
Un grupo numeroso y cada vez más importante piensa que solo se trata todo de una simple estafa. Los gobernantes saben de la existencia de los problemas, pero conviven con ellos porque les resulta funcional su presencia. En algunos casos no saben cómo solucionarlos, no tienen idea alguna de por dónde empezar, pero en otros, las recetas que tienen a mano, las necesarias, los obligaría a tomar determinaciones que les resultan muy antipáticas y de un elevado costo político.
Bajo esas circunstancias, deciden sostener sus teorías a rajatablas, aguantar hasta donde se pueda y apostar al optimismo de que la fortuna que suele acompañarlos permanecerá al menos durante algún tiempo.
Saben que algún golpe de suerte siempre puede extenderles el plazo, y que mientras tanto la gente creerá en sus retorcidas historias y su cada vez más endeble relato. Así, podrán estirar el presente, casi hasta el infinito.
Tienen siempre a mano un plan de salida. Ese que les permitirá convertirse en las víctimas de algún complot y construir su leyenda cuando no pueda dilatarse más. Por ahora recorren el hoy como les sale, aprovechándose de la ingenuidad de muchos y sobre todo estafando a una sociedad siempre vulnerable a los encantos de los embaucadores profesionales.
Saben muy bien lo que ocurre, pero eligen el engaño, el fraude y lo hacen a conciencia. La insistencia en razonamientos que permitan sustentar esa farsa no es más que la confirmación de su perversidad y de su falta de respeto a la inteligencia de las personas a las que intentan engañar a diario.
No preocupa tanto la actitud de los gobiernos y los gobernantes. Después de todo, cualquiera sea la causa que los motive a hacer lo que hacen, sólo tiene que ver con su propia supervivencia y la prioridad de seguir en el poder. Equivocados desde lo estratégico o no, intentan retener el mando a cualquier precio y frente a su indiscutible ineficacia para resolver situaciones, el camino de hacer de cuenta que no existen parece un recurso excesivo, pero transitoriamente útil y por lo tanto aplicable.
Lo difícil de comprender es cómo tantos individuos, los más de ellos sin recibir nada a cambio, defienden genuinamente posturas que no tienen asidero. Se pueden entender simpatías, afinidades y hasta preferencias ideológicas y políticas, pero la alternativa de aplaudir errores no parece ser de personas inteligentes o de bien.
Si sólo se tratara de negación, pues la terapia psicológica podría ser un camino de solución, aunque en este caso al ser tan numerosa por la cantidad de personajes involucrados sería mejor un grupo de autoayuda.
Distinto sería el caso de la necedad o la evasión. Más tarde o más temprano, el proceso decantaría y la realidad los impulsaría a entrar en contacto con el mundo concreto.
Ahora, si se tratara de una despreciable estafa, realmente es grave, porque significaría que la comunidad está en manos de delincuentes, de gente que permanentemente manipula al resto para conseguir lo que pretende, acudiendo al embuste como dinámica natural, al fraude como lenguaje estable, y en ese caso, sólo cabe que la sociedad despierte para hacer lo que corresponde cuando de tramposos se trata.
No hay que descartar casi nada. Puede que se trate de negación, necedad, evasión o simple estafa, aunque es probable que cada uno ya haya elegido su interpretación de los acontecimientos.
Mientras tanto vale la pena repetir aquella frase que se le atribuye a Ayn Rand cuando decía que “podemos evadir la realidad, pero no podemos evadir las consecuencias de evadir la realidad”.