Los gobiernos populistas establecen un vínculo con la sociedad que se sostiene siempre sobre la mentira. El poder es el fin último de todo su accionar. No tienen escrúpulos, ni ideologías, ni siquiera convicciones, que sean más importantes que retener el mando a cualquier costo.
Todo pasa por obtener apoyo popular, por eso las dádivas, las prebendas, los privilegios y el reparto de dinero público para condicionar a sus aliados. La idea es que la mayoría de los ciudadanos se sienta contenido por el régimen, al que le debe favores y por lo tanto debe rendirle sumisión garantizándole respaldo electoral para su sustento político.
En ese juego perverso manipulan todo y bajo esas reglas la economía no soporta demasiado sin mostrar su vida propia. Más tarde o más temprano llegan las consecuencias del intervencionismo y aparecen esas temibles distorsiones que desnudan su impericia e ignorancia como gobernantes.
Argentina vive un nuevo capítulo de este sainete. Por momentos parece una comedia, pero lo burdo y trágico lo convierte en un daño letal para miles de ciudadanos que lo sufren a diario.
El recambio del gabinete, con nuevos personajes a la vista, intenta mostrar un cambio de rumbo aunque con la ambigüedad de la demagogia contemporánea. Hablan de profundizar el modelo y ratificar el rumbo, pero al mismo tiempo se ocupan de mostrar señales de modificación de estilo y final de ciclo de funcionarios que venían restando imagen política.
Los que gobiernan saben que no está todo bien, pero han quedado atrapados en su propio relato. Por un lado no pueden reconocer públicamente que la economía está tropezando y que no hay forma de sostener esa irrealidad hasta el infinito. Por otro lado, su concepción del poder les impide arrepentirse y confesar desaciertos. Creen que admitir errores debilita su fuerza, sin comprender que el ocultamiento serial en el que incurren los hace más ilegítimos aún, al utilizar el fraude intelectual como recurso, lo que la sociedad invariablemente castiga en las urnas.
Suponer que no tienen un plan para tratar de salir del caos sería subestimar la ambición de su proyecto político. Ansían permanecer, pero para ello necesitan resolver parcialmente el desastre. Si no lo detienen se complicará más aún con efectos desbastadores para todos, en especial para su facción.
Como han hecho de la simulación su atributo, no eligen la honestidad como camino. Un gobierno sensato, de hombres íntegros y de bien, con una conducta moral al menos aceptable, optaría por hacer lo correcto.
Todo sería más fácil si se asumieran con dignidad las equivocaciones, mostrando la profunda voluntad de hacer los cambios para corregir la dirección de las decisiones. Abundan ejemplos en la historia política reciente de gestos de esta naturaleza que, al menos desde lo electoral, rinden frutos y ayudan a la sociedad a reconciliarse con la política.
Pero no se puede esperar actitudes honradas de gente que hace de la farsa su modo de relacionarse. Están acostumbrados a engañar, viven bajo esos paradigmas, se han profesionalizado en esto de decir una cosa y hacer lo contrario, hasta el punto de no lograr contemplar la variante de ser frontales, porque han perdido hasta el pudor en el arte de gobernar.
Ellos han detectado el problema, saben lo que ocurre, lo reconocen pero sólo en la intimidad del poder. Avanzan ahora en un nuevo simulacro, que han estudiado minuciosamente. Saben exactamente lo que intentarán hacer, pero también lo que dirán para cuidar al máximo el discurso.
Tan importante como lo que pretenden implementar es desconocer los errores del pasado, aunque cada tanto recurrirán a algún desliz para dejar entrever que algo están enmendando sin que sea lo esencial del modelo.
Este gobierno “ajustará”, a su modo, aunque sea mínimamente, con su espíritu timorato siempre sin tocar demasiado los intereses de los propios. Lo hará invocando algún artilugio argumental, pero tratará de moderar el gasto, aunque con la impronta de su inmoral y discrecional mirada. No será austero, ni tampoco transparente, pero apelará a la postergación de pagos, a la dilación crónica y a la inacción para generar cierto ahorro.
Mientras tanto, procurara reemplazar su fuente de financiamiento habitual derrumbando uno de sus supuestos pilares ideológicos. La tarea será bajar la emisión y endeudarse. El objetivo es disminuir la inflación y aunque no puedan admitirlo, saben que el camino para lograrlo es reducir el ritmo vertiginoso de esta rutina de emitir moneda para financiar gasto estatal.
Necesitan impunidad para evitar el impacto jurídico de la ya inocultable corrupción endémica. Para ello precisan retener el poder y seleccionar al sucesor que se los garantice. No buscan resolver los asuntos de fondo, solo aspiran a encontrar un poco de maquillaje que les permita salir de este brete que ataca sus posibilidades electorales de corto plazo.
Han hecho un hábito de este modo de conducirse por el mundo. Intentaran bajar la inflación, esa que para ellos no es tal y salir de un cepo cambiario que dicen que no existe. Su dualidad es innegable, pero a estas alturas, queda en evidencia que, no hacen lo que hacen como parte de una estrategia general o como un mero recurso táctico circunstancial. La simulación es en ellos una forma de vida.