Argentina ha vivido momentos de mucha zozobra en estas semanas. El conflicto salarial de las fuerzas policiales puso en el centro de la escena un problema social mucho más profundo, que fue la plataforma ideal para la proliferación de hechos vandálicos y saqueos en diferentes puntos del país.
Los observadores locales e internacionales hicieron todo tipo de lecturas. Los más prefirieron enfocarse en la política, en la reacción entre timorata e insensata y hasta demagógica de la clase dirigente que, lejos de asumir sus propias responsabilidades, pretendieron quitarse el asunto de sus espaldas buscando culpables a quienes endilgarles semejante contratiempo.
El debilitado liderazgo de muchos gobernadores y la mezquina actitud de los funcionarios nacionales sólo generaron inconvenientes adicionales innecesarios que se pagaron con demasiadas vidas humanas y cuantiosos daños materiales, absolutamente evitables.
Es inadmisible que la política haya caído en la perversión de hacerse la distraída, especular electoralmente y hasta realizar festejos frente a la inocultable adversidad e instalada sensación de tensión general. Gestos como éstos, que abundaron por cierto, sólo muestran la baja calidad humana de la inmensa mayoría de los políticos, su escasa catadura moral, y la ausencia de sensibilidad y escrúpulos a la hora de utilizar a los individuos como parte de su rutinario juego de conquista del poder.
La displicente decisión de otorgar aumentos salariales a mansalva demostró una irresponsabilidad absoluta para gobernar. Esa conducta solo provocará nuevos embates similares muy pronto. El modo de cancelar esos compromisos será con mas emisión monetaria (inflación), endeudamiento e impuestos, mecanismos que invariablemente castigarán en idéntica proporción a los ciudadanos que pagará de alguna manera esos aumentos. La única forma genuina de incrementar salarios es con una mayor productividad real, es decir, generando riqueza y trabajando más y mejor, si no sólo se reparte lo existente sacando a unos para darles a otros. Este conocido experimento tiene resultados tan predecibles como indeseables.
No menos grave es la reacción masiva de una sociedad que mientras se angustia frente a los sucesos, pide demagógicamente que se reconozcan salarios más dignos a los policías, reiterando la formula políticamente correcta de quedar bien con los que reclaman sin animarse al debate de fondo, ese que tiene que ver con demandar los talentos básicos que debe exhibir el que pretende mayores remuneraciones. En ninguna profesión “todos” son buenos en lo suyo, ni merecen cobrar algo solo por desempeñar esa tarea. El criterio no puede ser general, en todo caso existe un estándar mínimo que define quiénes están calificados para una posición y bajo esas reglas de exigencia y competencia caben mejores compensaciones.
Del lado de la policía, hubieron posturas disimiles, desde los fundamentalistas que no temieron en usar (como lo hizo la política) a los ciudadanos como rehenes de esta manipulación salarial, a los otros que entendieron que no se puede dejar de trabajar para forzar situaciones. No es con posiciones incorrectas, que se puede exigir justicia y equidad. Algunos lo comprendieron poniendo lo mejor de sí, mientras el resto recitó lo que todos querían escuchar, al mismo tiempo que por lo bajo fomentaban el caos para obtener lo que pretendían sin importar las consecuencias.
Cuando el reconocimiento no llega espontáneamente sino bajo la presión del eventual daño a terceros, lo obtenido es solo producto de la extorsión y lejos está de ser entonces ser un mérito del que se pueda estar orgulloso.
Los saqueadores son la muestra de la degradación moral en la que está inmersa la sociedad. La noticia de que las fuerzas de seguridad no estarían en las calles fue, para casi todos los ciudadanos, la señal de que había que buscar refugio para evitar ser la próxima víctima de los delincuentes.
Es trágico observar cómo un sector de la población, mínimo afortunadamente, pero extremadamente agresivo, consideró que ésta era su gran oportunidad para quedarse con lo ajeno, para tomar por la fuerza la propiedad de los otros, sin importar el esmero que ponen aquellos en obtener su sustento con dignidad. Estos criminales se aprovecharon del resto, desplegando su resentimiento, envidia y odio, aplicando la violencia para apoderarse de lo que muchos consiguieron con trabajo y esfuerzo.
Es preocupante el panorama, porque los hechos solo pusieron en evidencia la presencia de un grupo de inadaptados sociales, que siguen ahí, entremezclados con los decentes y honestos, agazapados y listos para dar su próximo golpe al corazón de una sociedad que lucha por ser mejor.
Entre tantas aristas que tiene esta patética historia reciente, una de ellas tiene ribetes heroicos y no fue debidamente señalada por los medios de comunicación ni tampoco suficientemente revalorizada por la ciudadanía.
Merecen realmente ser aplaudidos los hombres y mujeres que se animaron a poner el cuerpo en el sentido literal de la palabra, esos propietarios de comercios, sus empleados, familiares y amigos que frente a la adversidad, decidieron no dejarse avasallar, ni permitir que una banda de rufianes inescrupulosos se quedaran con el fruto de su sacrificio cotidiano.
No descansaron mansamente en la ilusión de que la policía los protegería, sino que se decidieron a ser protagonistas y defender lo propio como sea, con la convicción de que nadie tiene porque robarles ni su presente, ni sus sueños. Algo de épico se puede rescatar en medio de tanta calamidad. Es tiempo de reconocer el heroísmo, el coraje y la valentía de aquellos que se arriesgaron en serio, que dejaron horas de descanso de lado para trabajar durante el día y montar guardia por las noches durante varias jornadas. Ellos fueron los verdaderos protagonistas de la proeza.