El análisis político empuja invariablemente a revisar la coyuntura y detenerse para visualizar el contexto, pero siempre con la mirada en el próximo turno electoral, en los candidatos y los partidos, y pocas veces en las soluciones que pueden venir de la mano del recambio institucional.
Pero otro fenómeno más relevante subyace, que proviene del humor social, de las conductas cotidianas y las expectativas particulares de sus miembros. El ritmo de los acontecimientos y la vorágine de los sucesos consumen demasiada atención, dejando atrás otras posibles lecturas, tan o más importantes, como las que se derivan de la actitud de las personas.
La política mal concebida y la democracia mal entendida se han ocupado de colocar al corto plazo como prioridad y, bajo esa perspectiva, los sueños parecen diluirse, achicándose en su trascendencia hasta casi desaparecer.
El gran motor de la humanidad ha sido siempre la capacidad individual de proyectarse. Cuando una comunidad tiene porvenir, la natural esencia de la especie convoca a dejar volar la imaginación, potenciándolo todo.
Los que han logrado progresar de forma sostenida no viven preocupados por lo que sucederá el mes entrante o el año en curso. Ellos presupuestan y planifican creando en sus mentes escenarios favorables, positivos, plagados de confianza en lo que viene, y es por eso que apuestan con convicción.
No los alarma una repentina modificación de los códigos universales de convivencia. Saben que el actual y el próximo gobernante, de cualquier signo político, no se atreverá a replantear lo medular del sistema vigente.
Cuando las pautas generales son inmutables, todo se planea con otros horizontes, períodos más ambiciosos y desafiantes, pero fundamentalmente bajo el paradigma de animarse a construir utopías.
Si los ciudadanos creen que existe un futuro, que los gobiernos acatarán las reglas de juego garantizando la seguridad jurídica necesaria, que los políticos renunciarán a la habitual voracidad de quedarse con el esfuerzo ajeno, y que se respetarán las libertades y la propiedad privada, pues entonces, los individuos actúan positivamente y de forma predecible.
Es en ese contexto que nacen los gran emprendimientos, los proyectos de largo aliento y son esas aventuras empresarias, de riesgo, las que generan empleo genuino, oportunidades para todos, mejoras salariales legítimas y el deseable y ansiado desarrollo que trae consigo calidad de vida para todos.
Con proyectos pequeños, mezquinos, que ponen foco en la inmediatez que propone la consigna del “sálvese quien pueda”, nadie invierte su capital, ni se endeuda para emprender, porque no sabe si muy pronto será la próxima víctima del Estado depredador y sus manipuladores circunstanciales. Es en ese marco en el que todos consumen para evitar que los ahorros sean aniquilados por la inflación o por los saqueadores de siempre, invitando a la perversa lógica de que el mañana no existe y solo importa el presente.
Así, descaradamente, se induce a vivir el hoy, a gastar en lo que sea, bajo la falacia económica de que el consumo genera crecimiento, siendo que la pieza clave del rompecabezas es el ahorro y la inversión que es lo que efectivamente asegura una prosperidad sustentable en el tiempo.
Los individuos son naturalmente racionales, en todo caso son los políticos vulgares los que operan disparatadamente provocando estos dislates. Los hábitos sociales no se modificarán por mero voluntarismo. Los actores precisan para ello vislumbrar un verosímil cambio de rumbo, una renovación en el comportamiento político, un entorno amigable con el capital, con las inversiones y con la propiedad privada. Sin esas reglas elementales, se continuará en el sendero de lo inminente y perentorio.
Casi sin que nadie se dé cuenta, en un proceso paulatino pero disimulado, la sociedad se va degradando, incentivada por una cultura destructiva del valor trabajo, en la que ganarse la vida es solo sobrevivir para solo subsistir sin crecer, para ofrecer a los hijos y las familias algo de sustento y no la posibilidad de un mañana considerablemente superior.
Los que han logrado mejorar su estándar de vida son los que se permitieron soñar, los que disfrutan de la movilidad social que admite la chance de que alguien que nace sin nada pueda aspirar a ser millonaria en poco tiempo, pero que también posibilita que quien no administra bien su vida, sus energías y recursos, se desplome a la misma velocidad.
Esas son las sociedades que incitan a trabajar, a no dormirse, a estudiar y capacitarse siempre, para estar a tono con lo que cada comunidad demanda. Son ámbitos que premian a los mejores y castigan a los abúlicos, a los delincuentes y a los aprovechadores del sacrificio de todos.
Lamentablemente, en estas latitudes, son demasiadas las naciones que han elegido el camino inadecuado, fomentando la holgazanería, estimulando a los cautelosos y desalentando a los más audaces, esos que pueden constituirse en la locomotora del progreso.
Es patético, pero los políticos contemporáneos no tienen intenciones de alterar ese derrotero. Pero es igualmente grave que una innumerable cantidad de ciudadanos mediocres prefieran descansar sobre el esmero de otros sin hacerse cargo de las oportunidades que les podría brindar una comunidad con otras reglas. Mientras tanto, casi sin darse cuenta, se asiste al silencioso deterioro de esta sociedad.