La entrevista del presidente argentino con el primer ministro británico en Davos fue una buena cosa, síntoma del retorno a la correcta política ya aplicada con anterioridad: continuar reclamando soberanía, pero sin que eso perjudique las buenas relaciones, las inversiones, el comercio y, a su debido tiempo, la posibilidad de emprendimientos conjuntos. Eso ya se hizo y muchos —hoy mudos— lo combatieron ferozmente, pero ya es consenso nacional.
Después de 1982, la recuperación de las Malvinas se tornó aún más difícil, hundió a la opinión pública argentina en una suerte de paralizante sopor peligrosamente cercano a la resignación. El kirchnerismo convirtió al reclamo en una cabalgata demagógica sin posibilidades, ni verdadera voluntad, de aportar a alguna solución concreta. Tantas veces convocados a sonoras cruzadas reivindicatorias, muchos argentinos tienden a ilusionarse cada vez que se consigue alguna entrevista —aunque sea de un cuarto de hora— con algún gobernante británico, suponiendo que de allí surgirá la solución. El camino será inverso, esa entrevista triunfal va a ocurrir dentro de muchos años, cuando volvamos a ser un país importante al que Gran Bretaña no pueda seguir ignorando. Y van a tener que otorgarnos más de quince minutos.
Mientras tanto, por varias décadas, debemos dejar de esperanzarnos demasiado en tratativas finalmente fugaces, para concentrarnos no en lo que pasa afuera, sino adentro de la Argentina, entre nosotros.
Este Gobierno y los que lo sucedan por varios períodos deberían enfocarse menos en los Cameron de este mundo y promover, en los colegios, las universidades, las fundaciones, los centros de estudios jurídicos, geográficos y de relaciones internacionales, aquí y en el extranjero, el más amplio de los debates que permita ir construyendo consensos, con la fecunda lentitud que caracteriza a los conceptos que van profundizando raíces. Porque la solución en Malvinas va a provenir mucho menos de las astucias de abogados y diplomáticos que del peso que cada día más ejerce la opinión pública mundial en todos los temas. Es allí donde se decidirá este asunto.
Es por ello que a la política exterior de Malvinas la tenemos que construir aquí adentro, mucho más productivamente que en reuniones con Cameron, necesarias pero insuficientes. Para el objetivo nacional de convencer a la opinión pública británica de que hay que sentarse a discutir, el presidente que sea necesitará contar con una política de Estado sobre Malvinas que todos apoyemos sólidamente después de décadas de construirla. Recién entonces comenzaremos a recuperarlas. Necesitamos una política de Estado sobre Malvinas que perdure en el tiempo y no se cambie, aunque cambien los Gobiernos. Entonces el mundo entenderá de qué estamos hablando.
La razón más profunda por la que somos un país en grave y ya demasiado larga decadencia radica, precisamente, en nuestra incapacidad para llegar a acuerdos y mantenerlos en el tiempo, como desde hace décadas vienen haciendo, cerca de nosotros, Brasil, Chile o Uruguay. Así nació, por ejemplo, el Mercosur, la política exterior más importante de la Argentina en el siglo XX y no por casualidad hoy moribundo, dado que no hemos sido un país subdesarrollado sino subgobernado.
La solución de Malvinas vendrá dentro de muchos años, cuando volvamos a ser fuertes afuera y unidos adentro. Tendríamos que trabajarlo durante años para que los beneficios recaigan en la siguiente generación, tal vez incluso en otra más. Construir ahora para beneficio de quienes todavía no nacieron fue la conducta de nuestros mayores que generaron la posterior grandeza argentina. Pero para ello se necesita que, después de una década, volvamos a ser gobernados por estadistas. El 10 de diciembre los argentinos recuperamos la capacidad de trabajar esa esperanza.