Por: Arturo López Levy
El reciente acuerdo entre la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el gobierno iraní sobre las investigaciones acerca del atentado terrorista contra la comunidad judía argentina es otra vuelta de tuerca en los dobles estándares de varios gobiernos latinoamericanos hacia el conflicto del Medio Oriente. La mayor prueba de la inviabilidad de la supuesta “comisión de la verdad” -establecida entre Argentina e Irán para “esclarecer“ los crímenes terroristas que costaron la vida a 85 argentinos, entre ellos varios niños- es que mientras se negociaba la supuesta comisión, Irán y Hezbollah repitieron su accionar en Bulgaria con bombas contra turistas israelíes protegidos por la jurisdicción de ese país.
Desde fines del siglo XIX, América Latina ha recibido una notable emigración judía, una parte escapada de los pogromos y el holocausto en Europa, y otra de las turbulencias del Medio Oriente islámico, donde los hebreos eran súbditos de segunda categoría. Los judíos latinoamericanos de hoy hemos escuchado historias de bienvenida y agradecimiento de nuestros antepasados a los pueblos donde hemos crecido. No es que no hubiese antisemitismo, que lo había y lo hay, sino que las sociedades latinoamericanas no vivían las divisiones étnicas y religiosas de la manera drástica y agresiva del Viejo Continente o el mundo islámico. De hecho las comunidades árabes y judías del continente viven en las mismas ciudades americanas en un ambiente cordial.
En 1947, la mayoría de los países de la región votó a favor de la creación del estado de Israel. La izquierda de toda la región tomó parte activa en la campaña internacional a favor de la partición del mandato británico en Palestina en dos estados, uno árabe y otro judío. El único voto negativo latinoamericano, el de Cuba, ha sido atribuido a corrupciones dentro del gobierno cubano de entonces y a la presión de sectores de derecha antisemita en el partido auténtico. Al frente del Comité Pro-Palestina Hebrea (a favor de la creación de Israel) estaba Eduardo Chibas, el líder del partido ortodoxo, donde Fidel Castro comenzó su carrera política.
La invocación de esta historia no es óbice para reconocer la complejidad del conflicto del Medio Oriente. Existen críticas razonables a la política israelí en los territorios ocupados, y su proyección internacional. De la propia comunidad judía argentina salió el gran pianista israelí Daniel Baremboim, cuya oposición a algunas políticas israelíes no es segunda de nadie. El Estado de Israel, como todos los estados, actúa en función de sus alianzas, actualmente es gobernado por una coalición de derechas, y comete actos que merecen la crítica por parte de la izquierda de cualquier parte del mundo, incluyendo la latinoamericana.
Pero nada de eso justifica las posiciones anti-Israel que emergen como tendencia en la izquierda latinoamericana, cruzando la frontera del antijudaísmo y la complicidad con posturas de ese corte. Por una obsesión infantil antiestadounidense más la idea de usar la opacidad del gobierno de Teherán para tratos económicos no transparentes, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, con el antecedente de Cuba, han abrazado acríticamente la política de Ahmadinejad y los ayatollas hacia América Latina. Cada vez que se le ha preguntado a Evo Morales, Rafael Correa y Hugo Chávez por este abrazo con aquellos enemigos del progreso social en su país y violadores del derecho internacional en términos de no proliferación nuclear y terrorismo, han respondido con evasivas sobre el derecho a tener relaciones con todos los países del mundo (que nadie ha cuestionado) o críticas a Israel y EEUU, irrelevantes al tema. La condena al obstruccionismo iraní ante la investigación sobre el atentado a la AMIA ha brillado por su ausencia en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños y en el ALBA, grupo con el que Irán ha desarrollado una relación especial.
En esa oscuridad, a pesar de la historia ambigua del peronismo hacia la tragedia del Holocausto, Cristina Fernández de Kirchner aparecía como una luz. La presidenta argentina había caminado la milla extra para mostrar su compromiso con las víctimas del atentado a la AMIA y la embajada de Israel en Buenos Aires. La propia comunidad hebrea de Venezuela la recibió con gusto en alguna de sus visitas a Caracas, donde no ha faltado la ambivalencia y hasta el ataque antijudío en algunas de las referencias católicas pre-Vaticano II del presidente Hugo Chávez y su proyección maniquea sobre el conflicto en el Levante. La maduración política de los Kirchner bajo la dictadura militar les enseño sobre la participación de muchos hebreos en la lucha por la democracia desde valores de justicia social enraizados en su religión y cultura.
El canciller Héctor Timerman ha defendido el acuerdo firmado con Irán recalcando que permite la participación de jueces argentinos en la comisión, cuya composición necesita la aprobación de los dos estados. Timerman, sin embargo, obvió que la decisión del panel no es vinculante, y que al aceptar este mecanismo ad hoc se socava la presión sobre el gobierno iraní, el mismo que se ha negado a entregar los ocho funcionarios de alto nivel demandados por la Justicia argentina y las instituciones internacionales de persecución a terroristas. ¿Qué tipo de respeto por esa comisión se puede esperar de Teherán, que no sólo financió al mismo grupo asociado al ataque en Buenos Aires, sino que sigue practicando el terrorismo a nivel internacional, a veces en complicidad con lo peor del hampa latinoamericana como lo atestigua el complot para asesinar el embajador saudí en Washington? ¿Qué “hechos” puede reconocer el gobierno iraní, cuyo presidente Ahmadinejad dice que en su país no hay derechos de los homosexuales porque “no hay homosexuales”? ¿Por qué otorgar respetabilidad a un gobierno que ha reunido en Teherán a lo peor de la derecha antisemita mundial en conferencias anuales para negar la existencia del holocausto?
La discusión del memorando de entendimiento con Irán no debe ser un asunto más en la agenda del Congreso argentino el 21 de febrero. Argentina, que fue víctima del ataque, tiene una responsabilidad latinoamericana. No es sólo el compromiso con las víctimas del atentado, importación artificial a la región de un conflicto del que América Latina ha hecho bien en mantenerse al margen. Se trata de reafirmar la defensa de las soberanías nacionales de nuestros países. Ninguna nación por poderosa que sea, o fuerte que sean sus agravios en el Medio Oriente o sus convicciones políticas o religiosas, tiene derecho a usar el terror contra la población de un país latinoamericano. Atentados terroristas contra un grupo de ciudadanos o las sedes diplomáticas de otros estados en nuestra región constituyen amenazas a la seguridad internacional del mayor grado.