Por: Ceferino Reato
Uno de los temas que más me impactaron de las entrevistas con el ex dictador Jorge Rafael Videla fue la valoración que él tenía de sí mismo: un general católico que había salvado al país de que cayera en el comunismo.
Un fin que, además, justificaba cualquier tipo de medios, como el secuestro, las torturas, la muerte y la desaparición de los restos de aquellas personas que eran “irrecuperables” según los criterios de la dictadura que él encabezó.
“Era el precio que tuvimos que pagar para ganar la guerra contra la subversión”, me dijo sobre los desaparecidos.
Además, un rasgo de nuestra cultura política, donde muchas veces pensamos que si los fines que nos orientan son buenos, los medios, por más perversos que sean en sí mismos, se vuelven buenos, se redimen.
En ese sentido, creo que Videla fue un general católico muy argentino.
En primer lugar, él se veía como un soldado, que llegó al gobierno para cumplir con una misión. La dictadura fue muy corporativa; la expresión de un Ejército que había alcanzado un notable grado de autonomía con relación a la sociedad y a los partidos políticos.
Por eso, pudo imponer un plan para refundar el país como si fuera de plastilina, eliminando sin más todas las anomalías.
El otro aspecto importante es su catolicismo, su concepto de “guerra justa” de Santo Tomás, su convencimiento de que la sangre purifica, y otros conceptos que, hay que decirlo, también estaban presentes en los miles de argentinos que tomaron las armas para ingresar en Montoneros y en otras guerrillas.
“Creo que Dios nunca me soltó la mano”, me dijo Videla que, hasta su muerte, rezaba el Rosario todos los días a las 19, comulgaba todos los domingos y se emocionaba cuando escuchaba los villancicos entonados por el coro formado por sus numerosos nietos.