Por: Christian Joanidis
Cada vez que tengo que asesorar a una organización y ayudarla a mejorar la forma en que trabaja, suelo insistir con que debe formalizar sus procesos, esto es, dejarlos por escrito. Porque cuando las cosas no se escriben, pareciera que no existen y entonces no se cumplen o se cumplen a medias. Formalizar la forma en que se trabaja, escribiendo los procedimientos, tiene el efecto de darle forma a algo que no la tenía. Sin embargo, sobre todo en los organismos públicos, las cosas se vienen haciendo de la misma manera desde hace mucho tiempo, entonces escribir los procedimientos permite poner de manifiesto la realidad actual para poder luego analizarla y ver cómo mejorarla. Dejar por escrito lo que se hace nos permite por un lado reconocer lo que se está haciendo y por otro analizar aquello que se hace para poder mejorarlo.
El apartheid en Sudáfrica era una estructura legal, no una mera idea o una práctica social. Esto hizo que aquello que debía condenarse pudiera identificarse claramente: su existencia era innegable. Por otro lado, al ser una ley se la puede analizar y por lo tanto se puede buscar la forma de mejorarla, de cambiarla: de aquí nació la resistencia que llevó adelante Nelson Mandela.
En la Argentina el apartheid existe, pero no está escrito en ningún lado y por lo tanto no es algo que pueda identificarse con tanta claridad ni analizarse tan fácilmente para cambiarlo. El apartheid en nuestro país es una realidad esquiva, se nos escapa a veces entre debates ideológicos y las arcaicas posturas, pero nada hace que desaparezca.
Tal vez no sea una diferencia racial, no es una segregación entre negros y blancos, pero sí es una diferenciación marcada entre ricos y pobres. Porque aunque nos cueste reconocerlo, en nuestro país los pobres están en un lado y los ricos en otro. Tenemos un país que está dividido en dos: la mitad que vive en la pobreza y la otra mitad que tiene un pasar aceptable.
Vamos con los ejemplos. En la Argentina la calidad educativa depende claramente de cuánto uno pueda pagar. Incluso en las universidades públicas, aquellos que concurren son en general de sectores de la población de clase media. No analizo las causas, sino el fenómeno: los pobres tienen de hecho el acceso a la educación restringido.
Ni que hablar de la seguridad. En la ciudad de Buenos Aires, quienes más sufren la inseguridad son las personas que están en los lugares más relegados, es decir en la zona sur. Por más que se hayan desplegado operativos específicos en esas zonas de la ciudad, la inseguridad sigue existiendo y afecta a todos, sobre todo en las villas.
El medio ambiente también está más maltratado en las zonas en donde vive la gente más pobre. Un ejemplo es el Riachuelo o el polo petroquímico de Dock Sud. Si en esos lugares vivieran personas de clase media alta, el problema de la contaminación ya se habría resuelto.
Con estos ejemplos puede verse que la calidad de vida de la gente que menos tiene es peor que la de aquellos que tienen un pasar aceptable. Es decir que las condiciones de vida de una mitad del país son muy distintas a la de la otra mitad. Y este es el problema de la marginalidad. Porque que unos tengan menos que otros no es un problema, es simplemente una desigualdad tolerable, pero no podemos permitir que exista diferencias en los derechos de esas personas. Aunque no haya leyes escritas al respecto, nuestra sociedad no le brinda los mismos derechos a la educación, a la vivienda y a un mediocambiente limpio a todos sus ciudadanos por igual.
Y este es nuestro apartheid, el apartheid argentino. Los pobres no tienen los mismos derechos, por eso no son sólo pobres, sino marginales. Y como dije en otra de mis columnas, la marginalidad está fuera de la ley, porque nuestras leyes no consideran a las personas que están fuera del sistema: simplemente están fuera y nadie se ocupa de ellas. Nuestro marco legal incluso se diseña para aquellos que tenemos voz, para aquellos que indiscutiblemente somos parte de la sociedad. Y esto es también una característica de este sistema de marginalidad que tiene la Argentina.
A diferencia de lo que se cree, la marginalidad no nace espontáneamente, no se produce por accidente o descuido. En Sudáfrica, el apartheid era una estructura legal visible que estaba orientada a la marginación de una parte de la población. Hoy, en la Argentina, también hay un sistema que condena a la mitad del país a la marginalidad, pero no está escrito y por eso no se ve. Y si se ve, lo podemos ignorar con facilidad. Desde hace años que este sistema está operando y, como en todo sistema, no hay un culpable en cuanto a su funcionamiento, hay sí culpables de que dicho sistema se sostenga. Quienes somos parte de él, nos preocupamos más por obtener los beneficios que nos ofrece, que por hacer que nuestra sociedad integre a todos por igual y les garantice a todos sus derechos fundamentales.