Por: Christian Joanidis
Las cifras del último informe sobre la pobreza del Observatorio de la Deuda Social son realmente alarmantes y terminan poniéndole un número a una situación que ya todos percibimos. Sin embargo, no son los números lo que me ocupa hoy, sino las consecuencias de la realidad que describe el informe.
Suelo decir en mis columnas que la mitad del país vive en la marginalidad y eso no pretende ser un dato estadístico, sino la descripción de esta Argentina que se polariza y va abriendo una enorme zanja entre las dos mitades de nuestro país: aquellos que están dentro de la sociedad y aquellos que están fuera. El número estadístico que da el observatorio sobre la cantidad de pobres es del 25%, pero podría ser mucho mayor, dependiendo de cuál consideremos que es el ingreso mínimo que define la pobreza.
Es importante entender la diferencia entre pobreza circunstancial y pobreza estructural. Ante una crisis económica muchos pierden su trabajo y con el trabajo las posibilidades de un ingreso relevante. Un trabajador calificado que durante una crisis perdió el empleo podría encontrarse en situación de pobreza porque no cuenta con los medios suficientes para garantizarse una subsistencia adecuada. Sin embargo, ante el repunte de la economía podría conseguir trabajo nuevamente y su situación mejoraría al instante. Esta es la pobreza circunstancial.
Ahora, si alguien depende a lo largo de toda su vida de la red de contención del Estado, sin importar la bonanza que esté atravesando el país, entonces se habla de pobreza estructural: aquella que sin importar qué tan bien le vaya al país, seguirá existiendo. Porque se entiende que esa persona no es capaz de insertarse en el mercado laboral para obtener por sus propios medios lo que necesita para llevar una vida digna.
La pobreza circunstancial se arregla ajustando las variables económicas, creando empleo y redistribuyendo la riqueza. La pobreza estructural sólo puede solucionarse con inclusión, y lo que se haga para fomentarla es independiente del ciclo económico en el que nos encontremos: la pobreza estructural es una cuestión cultural. El concepto de marginalidad está vinculado justamente a esta pobreza estructural. Sin embargo, la pobreza circunstancial podría cristalizarse y convertirse en estructural si se prolongara en el tiempo. Si uno ha vivido diez años dependiendo de la red de contención del Estado, difícilmente logre reinsertarse en el mercado laboral: las habilidades se pierden si no se ejercitan, se desactualizan.
La pobreza estructural es lo peor de la marginalidad. Si la marginalidad es no estar en el sistema, no ser ni siquiera parte de la base de la pirámide, sino estar fuera de todo orden social, entonces la marginalidad estructural es aquella que transforma ese estado de anonimato forzado en una situación en la que las personas nacen y mueren. Es justamente esa estructuralidad la que se convierte en una condena de por vida, la que le quita la dignidad a las personas durante toda su existencia.
La inclusión no es tener lo básico para la vida, sino ser parte de algo. Si alguien satisface sus necesidades básicas porque el Estado le proporciona lo necesario, claramente no está integrado a la sociedad, no es parte de ese colectivo y por lo tanto sigue viviendo en situación de marginalidad. Porque no es parte de la sociedad, su dignidad está cercenada. Por eso es que si la pobreza circunstancial se combate durante los períodos de crecimiento económico, la pobreza estructural se combate constantemente para que se convierta en pobreza circunstancial.
El país ha tenido una década de crecimiento económico, pero no de desarrollo. Si ese crecimiento económico se hubiera volcado al desarrollo, los números de la pobreza no serían tan altos. Y el hecho de que se mantengan esas cifras durante tanto tiempo indica que no se trata de pobreza circunstancial, sino de pobreza estructural: gente que está condenada a vivir en la marginalidad toda la vida.
Los subsidios son una herramienta para combatir la pobreza circunstancial. El empleo estatal directo no es más que una forma de ocultar la falta de dinamismo de la economía. La marginalidad estructural requiere otras herramientas, otra forma de combate, que todavía ningún gobierno puso en práctica. Para poder ser parte de la sociedad uno tiene que comprender sus reglas y manejarse según esas reglas: tiene que conocer esa sociedad.
El primer paso para la integración de las personas que viven en la marginalidad es acercarlos a la sociedad de la que fueron expulsados o en la que nunca estuvieron. La creación de instituciones independientes del poder político que les den a estas personas capacitación, mientras las ayudan a transitar un camino de integración, es vital. Prepararlas para el mercado laboral e insertarlas, a su vez, en una comunidad que les empiece a transmitir la forma en la que la sociedad opera. Estas son cuestiones de largo plazo y los gobiernos sólo piensan en las próximas elecciones. Pero tengo la esperanza de que algún día haya un grupo de desinteresados que tome las riendas del país para encaminarlo hacia un futuro en el que la marginalidad sea sólo un triste recuerdo del que alguna vez me dediqué a escribir.