Por: Diego Kravetz
Parte central de la mezquina pelea entre la Ciudad y el kirchnerismo, los subtes, que naufragan en un mar de dudas y con final abierto. En ese contexto, el cierre de la línea A durante un mínimo de dos meses es, cuanto menos, polémico.
Basta un ejemplo para demostrar el nivel de improvisación y desprolijidad: los nuevos vagones son en realidad las unidades chinas que compró el gobierno nacional al doble de lo que costaron los que adquirió la Ciudad a Brasil, y sobre los que además hubo que hacer una adaptación del sistema de frenado.
Son en total 45 vagones cuando en realidad se necesitan 90, por lo cual se van a tener que completar con 30 unidades Fiat que ya se usaron en la Línea D.
En otras palabras, la línea A va funcionar con, por lo menos, 15 coches menos. Se va a necesitar algo más que suerte para cuando se inauguren las estaciones de Plaza Flores y Nazca.
Todo eso sin enumerar que todavía falta cambiar la potencia eléctrica a 1.500 voltios, agregar señalización y tomar mayores recaudos en algunas curvas del recorrido. Pequeños grandes detalles de los que poco se ha dicho a lo largo de las últimas semanas.
En el resto de las líneas y cada vez que hubo que hacer modificaciones importantes se trabajó de noche, a contraturno, o los fines de semana con plazos más largos, sin perjudicar a 160 mil usuarios durante sesenta días. Por eso, es evidente que el jefe de Gobierno quiere un golpe de efecto: que la línea A sea candidata en las elecciones legislativas del año que viene.
Y en realidad, la inversión total que requieren los subtes de Buenos Aires es de 600 millones de dólares y ningún cálculo serio baja de los cinco años de trabajo. Claro que para eso lo primero y lo más urgente es que dejen de ser un botín de guerra de soldados de papel y se conviertan en una política de Estado, punta de lanza para una ciudad pujante, de cara al futuro.
Un servicio eficiente, seguro y ordenado debiera ser, más que un objetivo, una obligación.