Por: Diego Kravetz
Supongamos que te mudás a una casa que está bastante deteriorada: las paredes están rotas, se filtra el agua, tenés un toldo con agujeros, las tuberías oxidadas y los cables pelados. Lógicamente empezás a emparchar todo. Lo importante es que la cosa aguante; que la casa, que con tanto esfuerzo lograste comprar, no se te caiga encima mientras dormís. Parche aquí, parche allá, los primeros meses demostraste iniciativa, ingenio, practicidad, lograste contener el problema. Perfecto.
Ahora, ¿qué clase de manejo de su situación de vida puede presumir una persona que sostiene ese esquema durante 10 años? No hizo revoques, no cambió las tuberías ni los cables, no reemplazó el toldo, sigue viviendo en una casa llena de agujeros que para colmo cada vez son más. ¿Me seguís a dónde voy con esto?
Ayer Cristina Kirchner volvió con “buenas noticias” (razón por la que no hizo falta que Capitanich se tomara la molestia): se trata del plan Progresar, un subsidio de 600 pesos para jóvenes de entre 18 y 24 años que están o bien desocupados o percibiendo sueldos menores al salario mínimo (3.600 pesos). La iniciativa, según la Presidenta, busca incentivar a los jóvenes que abandonaron sus estudios a retomarlos, de modo tal que puedan aspirar a una mejor integración en el mercado laboral de acá a unos años. Las condiciones del plan exigen a los beneficiarios presentar certificados de alumnos regulares para cobrar el 20% del subsidio que sería retenido por la Anses (aunque no es de la Anses sino del Tesoro Nacional desde donde se financiará la medida que costará aproximadamente 11.200 millones de pesos). El 80% restante, sí, lo cobrarían todos los meses.
Argentina se parece cada vez más a una casa emparchada, solo que en este caso los inquilinos no acaban de llegar, más bien están por irse. El fervor kirchnerista de la llamada década ganada es lo único que se devalúa con más velocidad que el peso. El Gobierno lo sabe y, como manotazo de ahogado, busca reflotar sus grandes hits: los subsidios.
¿Qué es el plan Progresar? Un parche. Una leve medida de contención que aspira, como tantas cosas que hace este gobierno, a pequeñas refacciones superficiales en detrimento de los pronunciados y continuos daños de fondo sobre los que se mantiene absolutamente inoperante.
¿Cuáles son esos daños? La presidenta, a la que le encanta hablar del neoliberalismo como si se tratara de un monstruo mitológico degollado por Néstor en 2003, se refirió en su discurso de ayer a chicos que crecieron con padres desocupados y que no tienen inculcada la cultura del trabajo. Es difícil imaginar qué clase de “cultura del trabajo” se puede inculcar a través de los subsidios que percibirán muchos chicos que actualmente no trabajan. O qué clase de “presencia del Estado” (para seguir parafraseando a Cristina) supone la de aportar dinero del Tesoro a los magros salarios del empleo informal que tienen varios de estos jóvenes. Para terminar con el trabajo informal no existe iniciativa alguna que puedan celebrar ni oficialistas ni opositores.
Es un mito que los problemas del desempleo y del trabajo precario son consecuencia directa de la deserción y la interrupción educativa en tanto se mantengan como están las tres variables fundamentales del problema: 1) el actual mercado laboral (en el que cualquier cierre de paritarias por debajo del 35% de aumento, con la devaluación actual, es un ajuste salarial), 2) el actual sistema educativo y 3) las condiciones de segregación social de las cuales venimos hablando largo y tendido en esta columna semanal. Esos ejes son, para retomar la metáfora del principio de esta nota, las paredes que hay que revocar y las tuberías que hay que cambiar. Sin parches, sin medidas transitorias que encubren con cada vez menos disimulo intencionalidades populistas.
Se nos cae la casa muchachos. Hay que empezar a hacer arreglos de una vez por todas.