Los decretos de necesidad y urgencia son sustancialmente leyes

Estela Sacristán

Para algunos, los decretos de necesidad y urgencia son sinónimo de autoritarismo. Para otros, son sinónimo de aplicación de las normas vigentes. Para algunos, son una herejía constitucional. Para otros son algo que normalmente se dicta en el quehacer diario gubernamental. Para algunos, son meros reglamentos firmados por el Presidente de la Nación. Para otros son leyes. De este último aserto tratan estas líneas.

En la doctrina se reconocen, formalmente, cuatro clases de reglamentos: autónomos, de ejecución, de necesidad y urgencia, y delegados. Todos ellos tienen regulación en la Constitución nacional: los decretos autónomos y de ejecución, desde 1853-1860 (antiguos artículos 86, incisos 1 y 2; actuales artículos 99, incisos 1 y 2); y los reglamentos delegados y de necesidad y urgencia, desde la reforma constitucional de 1994 (actuales artículos 76 y 99, inciso 3).

Ahora, que los decretos de necesidad y urgencia sean, formalmente, reglamentos no significa que lo sean sustancial o materialmente. Es que, en el plano de su sustancia o materia, los decretos de necesidad y urgencia son leyes. ¿En qué se funda esta afirmación? ¿Y con qué efectos? Veamos:

Ya desde antes de la reforma constitucional de 1994, elevada doctrina iusadministrativista enseñaba que los decretos de necesidad y urgencia eran “sustancialmente legislativos” en virtud de su contenido (Miguel S. Marienhoff), aun cuando eran, formalmente, reglamentos administrativos. Por ende, eran tan sustancial o materialmente legislativos como una ley emanada del Congreso.

La sustancia legislativa por el contenido implica que la materia sobre la cual versan es la materia propia del legislador congresional: por medio de un decreto de necesidad y urgencia el Presidente puede regular materias de competencia del Congreso.

Este estado de cosas maduró en ocasión de la reforma constitucional de 1994. Más allá de la prohibición general para el dictado de disposiciones de carácter legislativo, el constituyente consagró, en forma expresa, la competencia del Poder Ejecutivo para dictar decretos de necesidad y urgencia dentro de los límites y los recaudos plasmados en el artículo 99, inciso 3 de la Constitución nacional.

Esos límites y recaudos expresos comprenden circunstancias excepcionales que hagan imposible seguir los trámites ordinarios previstos por la Constitución para la sanción de las leyes; las materias prohibidas (penal, tributaria, electoral o de régimen de los partidos políticos); la existencia de razones de necesidad y urgencia; ello, amén de otros requisitos procedimentales. Además, lo prescrito en la ley 26122 del año 2006, según la cual la Comisión Bicameral cumple funciones aun durante el receso del Congreso (artículo 6), y se exige el rechazo por parte de ambas Cámaras para que se ponga fin a la vida jurídica del decreto de necesidad y urgencia de que se trate (artículo 24).

La consagración de materias prohibidas conlleva que, por fuera de esa prohibición o veda, el Presidente podría, mediante un decreto de necesidad y urgencia, reglar cualquier materia legislable por el Congreso. Por ello se afirma que las cuestiones que pueden reglarse por decretos de necesidad y urgencia son muchas (María Angélica Gelli).

Así las cosas, los decretos de necesidad y urgencia ocupan el mismo lugar jerárquico que las leyes, por lo que devienen normas sustitutivas de las leyes del Congreso (Rodolfo C. Barra).

Consecuencias naturales del respeto hacia todo el esquema descrito, en tanto aplicado, son, entre otras:

  1. el estatus o el rango de ley de los decretos de necesidad y urgencia;
  2. su régimen de entrada en vigor, igual al que se aplica a las leyes formales;
  3. la posibilidad de que un decreto de necesidad y urgencia modifique o derogue una ley del Congreso, incluso cuando esta hubiera sido convalidada constitucionalmente en un caso judicial;
  4. la innecesariedad de agotar la vía administrativa previo a la impugnación de un decreto de necesidad y urgencia en sede judicial, planteando, directamente, ante la Justicia, el caso respectivo.

Deben apuntarse, sin embargo, dos particularidades trascendentes:

  1. Si bien las leyes formales no están sujetas a ningún control posterior (sin perjuicio de ser pasibles de ulterior escrutinio judicial en un caso, si lo hubiere), todos los decretos de necesidad y urgencia están sujetos (amén del posible control judicial) al sistema de control congresional que fija la Constitución en su artículo 99, inciso 3, y que reglamenta la ley 26122. Es así como se determina la validez o la invalidez del decreto (artículo 10, ley citada).
  2. A diferencia de las leyes formales, cuya motivación o fundamentación —dada en el debate parlamentario— no integra el texto sancionado, todos los reglamentos, incluso los de necesidad y urgencia, tienen una fundamentación o una motivación volcada en sus considerandos. Ello, más allá de su significado jurídico, es sano y transparente para la ciudadanía en una república. Es más, en el caso de los decretos de necesidad y urgencia, esa fundamentación girará, hoy, en lo sustancial, en torno a las razones de necesidad y urgencia requeridas por el artículo 99, inciso 3. Expresar razones redundará en acreditación de razonabilidad.

 

Ineludibles. Fortificantes. Deslegitimantes. Oportunos. Muchos son los adjetivos que pueden endilgarse a los decretos de necesidad y urgencia. Pero son adjetivos con sus arrugas, parafraseando a Alejo Carpentier. “A lo largo de toda la historia de nuestra organización constitucional se han dado numerosos ejemplos en los que el Poder Ejecutivo de la Nación dispuso sobre materias propias del Congreso”, enseñaba Juan Octavio Gauna, en su dictamen en Porcelli (1989). El decreto 267/2015, modificatorio de la ley de servicios de comunicación audiovisual y de la ley de Argentina digital, es uno más de esos numerosos ejemplos. Así, dicho decreto es ley material sometida al control judicial en el marco de una controversia. Pero, más importante aún, es ley material sujeta al control parlamentario, que es el ámbito colegiado donde se reflejan y consensuan las voces del pueblo y de las provincias.