Por: Fernando Zack
La iniciativa del gobierno nacional para que el Congreso apruebe una ley que inicie un proceso de blanqueo de capitales en dólares puso nuevamente en el centro del debate público a unos de los principales obstáculos que tiene nuestro país para avanzar en su proceso de desarrollo.
Ese obstáculo es la falta de confianza de los argentinos en su moneda nacional y, en consecuencia, su inclinación a dolarizar sus ahorros y realizar muchas de las transacciones de la economía en dólares norteamericanos.
La moneda es expresión de soberanía y no existe país en el mundo que haya logrado transitar con éxito un proceso de desarrollo con ciudadanos que piensan, ahorran, transan bienes y calculan rentabilidad y ganancias en una moneda diferente a la nacional.
Las causas de la preferencia de los argentinos por el dólar es materia de intensas y apasionantes discusiones. ¿Por qué no confiamos en la moneda que nuestro Estado nacional emite? ¿Somos los argentinos cipayos o antipatria?
Caer en explicaciones de este tipo es sumamente reconfortante. Resultan cómodas por su simpleza y permiten identificar un chivo expiatorio (la clase media o los que viajan a Miami) a quien atribuirle nuestros males. Obviamente existen sectores que especulan con el tipo de cambio, pero la solución no es demonizarlos sino entender que operan con racionalidad económica y en función de sus expectativas.
En realidad, si repasamos brevemente ciertos episodios de la historia económica reciente de nuestro país podremos concluir que refugiarse en el dólar es simplemente una actitud defensiva y de sentido común y no el resultado de una acción coordinada de supuestos profetas del odio, independientemente que algunos habrá.
Esa historia reciente nos muestra que en los escasos veintisiete años que van de 1975 a 2002, la Argentina experimentó cuatro episodios de alta inflación y traumática depreciación de su moneda: entre 1975 y 1976 se vivieron los efectos del Rodrigazo, de 1983 a 1985 el colapso monetario tras la derrota en la Guerra de Malvinas, en 1989 y 1990 los disciplinadores efectos de la hiperinflación y, en 2002, el estallido de la convertibilidad. En cada uno de esos cuatro acontecimientos, el que tenía dólares obtuvo enormes beneficios y el que tenía ahorros en moneda nacional enormes perjuicios.
Los que tenemos más de treinta años, seguramente recordamos que Tato Bores ironizaba en sus monólogos respecto a la cantidad de ceros que se le fue quitando a nuestra moneda. Detrás de esa ironía se esconde una triste trayectoria en la que sufrió la eliminación de trece ceros entre la implementación del peso ley en 1970 y del peso en 1992. En palabras de Tato, un peso de los que utilizamos en la actualidad equivaldría a diez billones (10.000.000.000.000) de pesos ley.
Desde la cultura de nuestra sociedad, la consecuencia inmediata de estas experiencias es el aprendizaje obtenido tras tantos golpes recibidos que ha derivado en el fetichismo que tenemos los argentinos por el dólar norteamericano.
Desde la teoría económica puede decirse que el problema con el dinero argentino es que no cumple adecuadamente las funciones que los manuales dicen que debería cumplir. Los economistas nos enseñan que una moneda debe cumplir tres funciones. La primera es ser reserva de valor. Es decir, que su poder adquisitivo se mantenga en el tiempo. La segunda que sea unidad de cuenta proporcionando una base común para los precios. Y la tercera que se constituya como medio de pago de los bienes y servicios que se intercambian dentro de un determinado territorio.
Lamentablemente, el peso argentino es cuestionado en las tres funciones. Con una inflación que supera el 20% anual, claramente no es reserva de valor. Quien ahorra en pesos, aún invirtiéndolos en un plazo fijo o en otras opciones denominadas en moneda nacional, sólo ve evaporarse el poder de compra de su capital. Adicionalmente, la falta de credibilidad del índice de precios que releva el Indec le hace flaco favor a la confianza en el peso para cumplir esta primera tarea.
La segunda y tercera función se cumple con cierta eficacia, salvo en bienes claves para la economía como la compra-venta de inmuebles. Desde 1975 hasta la actualidad, los precios del mercado inmobiliario se nominan en dólares y las transacciones se realizan en esta moneda. De igual modo, muchas transacciones comerciales en sectores productivos -aún cuando se realicen en pesos- están pactadas y denominadas en moneda extranjera.
En definitiva, el peso argentino no funciona como reserva de valor y sólo parcialmente como unidad de cuenta y medio de pago. Para que nuestra moneda nacional pueda cumplir eficazmente estas funciones se requiere que la sociedad argentina recupere la confianza en ella. Esta es, sin lugar a dudas, una de las principales batallas culturales que debemos dar (y además ganar) si deseamos una patria desarrollada.
A los fines de transitar ese camino, resolver la brecha entre el dólar oficial y el ilegal se torna prioritario. Más allá de que constituya un mercado reducido, lo cierto es que la presencia del “blue” hace un daño enorme a nuestra moneda y a la economía nacional por las expectativas de devaluación que genera y la incertidumbre que despliega sobre quienes deben invertir y quienes deben consumir.
Para trazar una estrategia que nos lleve a la victoria, es imprescindible entender que una batalla cultural no se gana por la fuerza. En estos casos, el triunfo se construye con más poder blando y menos poder duro, con más seducción y menos obligación y, por sobre todas las cosas, con mucha paciencia y olvidándose de obtener resultados en el corto plazo.
La pesificación de nuestra economía es un desafío urgente para el desarrollo nacional y un objetivo ineludible para la materialización de la justicia social. Lograr que la sociedad debata esta cuestión constituye un logro enorme del Gobierno nacional. Repensar la estrategia para obtener la victoria, una deuda impostergable.