Por: George Chaya
Solo los totalitarios o los filósofos utópicos pueden creen en la posibilidad de crear un sistema político que prospere genuinamente desde lo que se ha dado en llamar democracia del Socialismo del siglo XXI. Excepto que alguien pudiera creer que el socialismo del siglo XX haya sido exitoso.
La democracia, entendida como un sistema de gobierno en el cual los gobernantes son elegidos y reemplazados por decisión de las mayorías, es, en cierta forma, una rara avis entre los muchos y diferentes sistemas de gobierno ideados por el hombre desde que comenzó a vivir en una sociedad organizada. En la actualidad, no es erróneo indicar que ella es mancillada y negada a no pocos ciudadanos por la dirigencia latinoamericana en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Cuba, Nicaragua y Argentina.
Si se pretende que la democracia es, según la define aquella famosa y optimista frase Occidental: ‘el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo’, probablemente jamás ha existido sino en algunas pequeñas comunidades rurales. Democracia no significa gobierno del pueblo. Significa gobierno del político en las democracias contemporáneas, lo cual equivale a gobierno ‘del político y del partido’, en ello Argentina es un destacado y negativo ejemplo. Es cierto que el pueblo puede decidir en elecciones celebradas periódicamente que políticos y partidos lo va a gobernar. Pero sería ridículo suponer que el pueblo tiene alguna influencia decisiva sobre lo que el gobernante electo hace entre una y otra elección durante su gestión de gobierno.
No es mi deseo correr el riesgo de que el lector quede atrapado en un pantano de confusión semántica. He planteado una aparente paradoja: la democracia es una ‘rara avis’ que, frecuentemente resulta antidemocrática. El problema es que cuando la gente habla de democracia, a menudo confunde dos conceptos diferentes. De allí que defino la democracia solo como un mecanismo para designar y reemplazar gobiernos a través de la decisión de la mayoría, nada más que ‘un mecanismo’ explotado con éxito por totalitarios y demagogos a través de todo el siglo XX, que han usufructuado desde Hitler hasta Chávez y también una ruidosa multitud de políticos sin pena ni gloria, desde Jimmy Carter hasta José Luis Zapatero. Todos ellos han tratado de transformar las elecciones en subastas donde pudieran sobornar los electores para que éstos les confieran los mandatos que les aseguraran el triunfo.
Pero cuando la mayoría de la gente habla de “democracia” o elogia alguna idea o institución calificándola de democrática, en realidad se está refiriendo a algo distinto, están hablando de un tipo de sociedad en la cual la libertad individual tiene gran valor y donde los que gobiernan respeten la voluntad del pueblo.
En consecuencia, se deben considerar dos cosas diferentes: a) un determinado conjunto de instituciones políticas que ostenta el rotulo de democracia, pero que en la práctica se confunde con la partidocracia’, y b), un cierto concepto social, ya que una sociedad es democrática porque en ella se garantiza tanto la libertad como la seguridad del ciudadano.
En los últimos años no obstante, se ha dado una paradoja donde a veces, ambas cosas han sucedido y la sociedad libre ha muerto a raíz de las maquinaciones de quienes se apropiaron del poder a través del mecanismo democrático,la República Alemana de Weimar yla Venezuela de Chávez junto a sus Evos y Cristinas han sido típicos ejemplos de principio y finales del siglo XX y de inicio del siglo XXI.
Desde Aristóteles, hasta Karl Popper, los pensadores políticos más reconocidos de la época clásica y moderna han manifestado sus temores sobre un cierto fatalismo existente en todo ese proceso, pues inevitablemente que la democracia en algún momento puede caer en la demagogia y en la lucha de clases para ser luego sucedida por la implantación de una férrea dictadura. No soy fatalista, aunque confieso que cada vez soy más pesimista sobre el accionar de ‘las instituciones democráticas’ actuales en algunos países europeos y latinoamericanos. Ni quédecir del mundo árabe a pesar de los aplaudidores de sus ‘inexistentes revoluciones primaverales’.
Un escéptico seguramente afirmaría que el hombre es el único animal que pretende elegir a sus gobernantes a través del sufragio universal. A mi juicio, si los leones o las gacelas trataran de aplicar el mismo método, seguramente ya habrían iniciado el camino más directo hacia su propia extinción, ya que como es de presumir, los miembros más lentos o menos agresivos de la manada elegirían a alguien como ellos. Lo mismo, pero inversamente, puede suceder en América Latina, y tal vez el mundo árabe el día que tengan elecciones limpias en aquel lugar del mundo.
El fracaso de las democracias occidentales en responder a los desafíos modernos se aprecia en distintas conductas de sus políticos mediocres y afectos a la demagogia. Es claro que mucha de la clase política dominante llega al poder por medio del soborno a través de elecciones poco claras, cuando no por herencia, y luego pretende escapar a la responsabilidad de los desastres humanitarios, económicos y sociales que sus gobiernos generan elaborando un relato donde abundan los complots y enemigos externos, los preferidos de nuestro tiempo son las empresas multinacionales, la CIA, el Mossad, los EE.UU. e Israel. Para esa dirigencia, ‘el cáncer se inocula, el pollo posee hormonas que atentan contra la masculinidad y la diabetes es una enfermedad de los ricos’. Lo grave es que si las mayorías creen en esa dirigencia, estará ofreciéndole la oportunidad de establecer una tiranía antes que el pueblo se dé cuenta hacia donde realmente se lo está llevando.
La tragedia de la mayoría de las sociedades latinoamericanas es que carecen de concordia en su amplio sentido social. El fundamento de cualquier ordenamiento político debe ser el consenso y la concordia, pero estos elementos son inexistentes al nutrirse de fuertes dogmatismos autoritarios, por tanto fracasan y sucumben en la reincidencia de sus errores. Es concreto que en los países latinoamericanos satelitales al régimen del fallecido presidente Chávez ha llegado el momento de cambios para tratar de reconstruir sociedades que se han hecho pedazos merced al efecto nocivo y combinado de terrorismo-político-discursivo, demagogia, descalabro económico, social y educacional, como por el narcotráfico y el abuso de poder sin frenos ni contrapesos legales.
Desde la publicación de mi anterior obra La Yihad Global, el terrorismo del siglo XXI un año atrás, es poco lo que ha sucedido para desmentir mis bastantes desoladoras conclusiones acerca del peligroso futuro de las democracias europeas y latinoamericanas. Aun así, rescato elementos positivos e indicativos de una ‘rebelión intelectual’ de grandes alcances en Latinoamérica, especialmente en Argentina, que confronta el pseudo consenso ‘progresista’ y eleva su voz a la constante disminución de calidad en materia de educación, seguridad, ciudadanía y libertades.
En lo personal, sigo siendo un demócrata profundamente enamorado de una forma de gobierno que en Argentina y América Latina puede parecer exótica. Pero no puedo negar que me preocupan los indicios de una dirigencia política oficialista enfocada en el relato y en reinventar hechos a su medida, al tiempo que pareciera haber olvidado momentos angustiantes y muy dolorosos de su propia historia.