Nada olvidaron, nada aprendieron

George Chaya

Vistos los acontecimientos de los últimos años en países de América Latina, no es extraño observar en rumbo directo de colisión social estimulado desde los propios gobiernos. Ante este escenario, se impone una dolorosa pero inevitable pregunta relativa al derrumbe irreparable de los sistemas democráticos regionales. ¿Qué opciones quedan?

Varios dirigentes latinoamericanos han colocado al borde del acantilado a sus instituciones democráticas. Claramente un grupo de gobernantes elegidos democráticamente impuso cambios que ocasionaron daños irreversibles a sus sociedades en nombre de un ideal que no considera los valores y las tradiciones democráticas reales que reclaman sus pueblos.

Del mismo modo, es inocultable el fracaso de gobiernos democráticos en hacer frente a problemas conocidos, como la inflación, la inseguridad, la pobreza, el narcotráfico, el sida, la desnutrición infantil y el terrorismo-discursivo.  Todo lo cual genera una peligrosa percepción general sobre ingobernabilidad en el corto plazo. Es en esto último donde hay que señalar que “en el crecimiento, la evolución y la caída de una sociedad, tanto igual que en la evolución y extinción de las especies, la supervivencia de los más aptos no significa, desgraciadamente, la supervivencia de los mejores, sino la de aquellos mejores adaptados al medio ambiente en el que se desenvuelven”. Pareciera que se ignora deliberadamente que la paz social estará vacía de contenido si no se valora y cuida las libertades. La realidad muestra tristes señales de enfermedad en esa materia.

No pretendo ser determinista, no tengo ninguna duda que un gobierno legitimado y representativo, mientras sea limitado por los propios contrapesos democráticos, es el único sistema permanente de gobierno que vale la pena defender. El problema son los abusos desvergonzados de los que el sistema es susceptible. Esto está ocurriendo en Argentina por parte de gobernantes que una vez electos democráticamente se cargan las instituciones democráticas, las leyes y no pocas libertades de sus conciudadanos.

Observando la conducción política de países como Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, entre otros, la pregunta aparece como inevitable es: ¿De qué lado debería estar un ciudadano demócrata cuando el personalismo y los totalitarismos se valen del propio sistema democrático para destruirlo? ¿Se debe estar del lado de los presidentes Castro, Maduro, Morales, Correa y Ortega? El hombre que en 1931 dijo que ‘Hitler debía ser detenido’ seguramente hoy sería considerado un demócrata; sin embargo, Hitler estaba en vías de arrogarse poderes absolutos por medios democráticos para luego ejecutar el plan más perverso de destrucción y muerte que se haya conocido en el siglo XX.

Dada la confusión intelectual de nuestros tiempos, puede no ser fácil para ‘las plumas y los pensadores oficialistas’ comprender a Vaclav Stevor, un hombre común y obrero de fabrica que dijo en Praga en 1948 que ‘los comunistas deben ser detenidos’. Por no mencionar al Chile de 1973 sin ser etiquetado de lo peor. Pero guste o no a los admiradores de Allende, lo cierto fue que la Suprema Corte de Justicia chilena determino que Salvador Allende había violado sistemáticamente la Constitución sin ninguna motivación en favor de la libertad ciudadana, lo cual no convierte en aceptable la forma de su derrocamiento bajo ningún modo. Estos son ejemplos excepcionalmente definidos de situaciones en las que la elección de una sociedad se parece menos a la elección entre un sistema democrático y ‘algún otro sistema político’ que a una elección entre un gobierno limitado e ilimitado.

La experiencia indica que ante las situaciones anómalas que generaron los populismos  (como en el caso de Chile) la alternativa ‘profundamente repudiable’ que le continuó fue un gobierno de facto que recortó drásticamente las libertades democráticas.

Nuestra tarea desde los medios debe ser evitar semejantes situaciones, pero no podemos más que alertar, pues la definición de políticas de gobierno y el ejercicio del poder corre a cuenta de los gobernantes y la elite política elegida, no de periodistas o analistas políticos. Para evitar tales endemias, lo que se requerirá es un liderazgo con acciones realistas, con profundo ideal democrático y respeto por las libertades individuales, algo que infortunadamente está ausente en muchos países latinoamericanos, no sólo en Argentina.

Si los políticos fracasan y un país entra en un período de colapso social en el cual amplios sectores de la comunidad están dispuestos a dar la bienvenida al ‘Cesar’, es muy claro que ante momentos de total derrumbe la elección hecha por un individuo o clase social, probablemente estará basada más en su interés o supervivencia pura que en principios y valores éticos y sociales, lo cual también es una situación peligrosa para la sociedad argentina, a menudo acostumbrada a la fantasía de la figura del ‘líder-caudillo que de la noche a la mañana resolverá sus problemas’.

La Argentina sigue pensando en un alto porcentaje de su sociedad que el asistencialismo populista resolverá todos sus problemas. Desde luego que no insinuó que la asistencia social no deba estar presente. Pero la política argentina se vio influenciada por los últimos 50 años por un populismo-asistencialista destructivo que, en gran parte, es responsable de su actual decadencia, tanto social como institucional.

No se aprendió que los regímenes personalistas son tan nocivos a la democracia como un gobierno autoritario, puesto que desde el autoritarismo se busca abolir la política y la participación democrática igual que desde los primeros. Aunque los primeros pretenden hacerlo involucrando al pueblo en la política a partir de la idea errónea y negativa que lleva a la fractura social. 

Lo cierto es que las sociedades civilizadas y modernas no emergen de la retrograda lucha de clases, contrario sensu, ‘dependen de subordinar el ejercicio del poder estatal a la fuerza de la ley con plena independencia de su Poder legislativo y judicial a través de leyes que trascienden los objetivos particulares de los gobiernos’. Esto es, precisamente lo que no está sucediendo en Argentina, lo cual coloca su sistema democrático y las libertades ciudadanas de cara a un franco y desolador retroceso. Es en ello donde se encuentra la razón y por qué Argentina basculó entre fracasos personalistas y autoritarios por los últimos cincuenta años. Y ello es así porque mayoritariamente su clase política nunca comprendió que los problemas de su sociedad y de la democracia propiamente dicha sólo se resuelven con base primordial en las libertades, tanto individuales como institucionales y económicas.

No soy neutral en estas apreciaciones, ni deseo parecerlo. Me inclino por el liberalismo porque creo en la libertad, porque valoro la humanidad y su significancia. Porque apoyo un sistema que identifique verdaderamente la democracia y que favorezca el desarrollo, el crecimiento, la educación, la salud, la igualdad de oportunidades y el imperio de la justicia.