Por: Ignacio Ibarzábal
Miles de jóvenes argentinos compartíamos cierto hastío al constatar una Nación sofocada por el odio, desgarrada por el egoísmo y la corrupción. Levantábamos la vista en busca de líderes y modelos, y a duras penas si encontrábamos alguno. Parecía que nadie pensaba que valía la pena girar en descubierto a favor del bien; nos costaba vislumbrar un cambio. Ya no sentíamos indignación, sino sencillamente apatía y tristeza. Por si fuera poco, teníamos la gran tentación de renunciar a la esperanza.
Y —sorpresivamente— surgió el Papa Francisco: un punto de referencia, un chispazo para alumbrar las penumbras, la oportunidad de recuperar las promesas del futuro. Un Papa que nos desafió a hacer florecer una verdadera primavera de la esperanza. Repasemos lo que nos dejó su primer año.
Al conocer su vida hemos escuchado un llamado a la coherencia. Francisco fue novedad, pero continuidad del Bergoglio porteño. A contramano del oportunismo que rodea a su persona, su sencillez rebosa de consistencia. Aunque algunos imaginan teatralización, Francisco trasluce autenticidad.
Hemos escuchado con emoción, congregados en la Plaza de Mayo, su primera gran invitación: “¡No tengamos miedo a la bondad ni a la ternura!”. El Papa nos desafió a transformar nuestro estilo de vida y volvernos más sencillos, cálidos y cercanos. Con qué fuerza retumba su llamado: “es bueno salir de uno mismo, a las periferias del mundo y de la existencia…”. No es novedad que su gran don es ser concreto, por eso sus mensajes son golpes certeros.
¿Qué significa ir a las periferias de la existencia? Nos lo muestra con hechos: es tanto complicarnos la vida atendiendo a los que nos rodean, como estar al servicio de los necesitados. Recordemos los mil y un gestos que Francisco tuvo en sus primeros días. Llamó a amigos particulares de Buenos Aires, también lo hizo para cancelar un turno con el dentista, pagó la cuenta de su estadía durante el cónclave, decidió vivir en un lugar accesible, pidió que los que pensaban gastar en viajes para conocerlo donaran el dinero a los pobres, envió auxilio a La Plata, etc. Su testimonio irradia cercanía y misericordia.
Por otra parte, el llamado a servir a los más pobres ya marcó el tono de su pontificado. Con qué nervio nos hizo escuchar su clamor: “¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!”. Hace un tiempo, como cardenal, exhortaba: “Si no sos capaz de suscitar esperanza entre los pobres, tampoco la vas a tener vos”. La cosa tiene que cambiar y los jóvenes no podemos mirar para otro lado: austeridad y caridad son el camino. ¿Se imaginan las maravillas de un renacer de la caridad entre los jóvenes?
Tenemos —en especial, los jóvenes— una gran oportunidad de renovar nuestra vida y nuestra patria. Por supuesto que el sentido de esperanza puede apagarse a la par de la novedad de Francisco. Está claro que la crisis en la Argentina continúa y que las razones para la pesadumbre también…no hay dudas de que el hastío puede volver. Por eso, es tiempo de seguir el llamado de Francisco a soñar con grandes cosas. Estoy seguro de que él tiene esperanzas en que nosotros podemos volvernos los protagonistas de un cambio. Después de todo, sólo de esto puede tratarse el famoso hagamos lío.
A un año de su elección, todavía podemos recobrar las promesas del futuro, con mil detalles de amor con los más cercanos y saliendo al encuentro de los desprotegidos. Dice el Papa: “Alegría. Cruz. Jóvenes.” Si estamos dispuestos a ciertos sacrificios, no hay duda de que recuperaremos la esperanza, y que con alegría, podremos ofrecérsela a los jóvenes de mañana.