Ñoquilandia

Iván Carrino

El que encendió la mecha fue el ministro Alfonso Prat-Gay, quien, en ocasión de su presentación de las metas fiscales y de inflación, se refirió al derroche del gasto público como la “grasa de la militancia”. El comentario hacía referencia a la cantidad de empleados que consiguieron su puesto en el Estado producto de sus vínculos políticos, en lugar de hacerlo por su capacidad técnica o por una verdadera necesidad de mayor personal.

El debate que siguió se centró en la cantidad de empleados “ñoquis” que, según un estudio de la consultora KPMG, se ubica entre 200 mil y 250 mil personas. Se suele llamar ñoqui al empleado que, sin función aparente, todos los días 29 pasa a retirar su cheque pagado por alguna dependencia u organismo estatal.

En aras de ordenar este derroche, el Gobierno comenzó a revisar todos los contratos de los últimos tres años. Para el ministro de Modernización, los despedidos ascienden a seis mil. Otras informaciones, sin embargo, ubican el número de despidos en 25 mil, si se suman empleados municipales y provinciales.

La cifra no debería generar alarma. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), en el Estado nacional, provincial y municipal hay 1,7 millones de empleados en relación de dependencia. Si a esto se añaden los contratados y quienes gozan de menor formalidad laboral, la cifra se aproxima a los cuatro millones. Es decir, la reducción de plantilla, tomando la cifra más elevada, es de solamente el 0,6% del total y del 10% de los supuestos ñoquis que cobran del Estado.

Ahora, el punto es por qué abundan los ñoquis en la función pública, pero no parecen ser un problema en el sector privado. Por qué la ñoquilandia prolifera en el Estado y no en las empresas.

Milton Friedman, premio nobel de economía, afirmaba que había cuatro formas de gastar el dinero: se gasta el dinero propio en uno mismo, se gasta el dinero propio en otros, se gasta el dinero de otros en uno mismo, se gasta el dinero de otros en otros.

En el sector privado, por lo general, se emplea la primera forma de gastar. Una empresa cualquiera podría contratar un empleado por el mero hecho de que este tenga afinidad con los dueños. Sin embargo, a la larga, si este empleado no es útil en la generación de ganancias o, peor aún, debido a su inutilidad, genera perjuicios económicos a la compañía, la organización decidirá hacerlo a un lado, puesto que debe proteger e incrementar su capital. De esta forma, en el mejor de los casos, el ñoqui en el sector privado es un fenómeno temporario.

Ahora bien, cuando el Estado gasta, combina las dos últimas formas de utilizar el dinero. En primer lugar, porque cuando destina recursos para proveer bienes públicos, está utilizando el dinero de los otros (los contribuyentes) en otros. Así, no extraña que se paguen sobreprecios y que la calidad de los bienes públicos no sea la óptima.

En segundo lugar, porque los funcionarios estatales usan recursos de terceros en su propio beneficio, ya que así pueden financiar sus campañas o crear redes clientelares. En este sentido, el Gobierno podría crear una oficina del no hacer nada e igualmente obtendría beneficios, puesto que todos los empleados de esa oficina dependerían del cheque estatal para sobrellevar su vida y eso podría influirlos a la hora de votar.

Es decir, como el Gobierno gasta la plata que no es suya para beneficio propio, es inevitable que aparezca y se perpetúe dentro de él la ñoquilandia, ya que las afinidades personales, políticas y los negocios turbios prevalecerán frente a otros criterios más respetables.

En este contexto, es bienvenida la tímida reforma del Estado que está teniendo lugar, pero una solución definitiva pasa por eliminar dependencias completas y ponerle límites estrictos al gasto público. Sólo así los incentivos para abusar de la billetera del Estado, lleno de puestos improductivos, quedarán reducidos a su mínima expresión.