Por: Jorge Ramos
Enrique Peña Nieto, el presidente de México, y el presidente Nicolás Maduro, de Venezuela, tienen algo en común: millones de sus compatriotas creen que ganaron con trampa las pasadas elecciones y, por lo tanto, consideran que sus presidencias son ilegítimas. Esta falla de origen ha marcado los gobiernos de Peña Nieto y de Maduro. Por eso, muchas de sus acciones están destinadas a tratar de demostrar que sí se merecen el puesto y la autoridad que tienen.
En México, aunque muchos no estén de acuerdo todavía, el debate sobre la legitimidad de Peña Nieto ha ido pasando a segundo plano. Ya es noticia vieja las acusaciones de que usó muchos más recursos que sus contrincantes para ganar la elección. Y la reciente visita de el Presidente Barack Obama a México –aunque exprés y hasta apresurada– le da el visto bueno a Peña Nieto y le permite concentrarse en otras cosas.
Pero nada, en realidad, ha cambiado en México. El número de muertos por la narcoviolencia durante los primeros cuatro meses de Peña Nieto es casi idéntico al de los últimos cuatro meses del gobierno de su predecesor, Felipe Calderón. La economía no se ha disparado y millones de mexicanos siguen pensando en irse del país.
Lo que sí ha cambiado, sin embargo, es el mensaje. Peña Nieto y los funcionarios de su gobierno rara vez hablan públicamente de la violencia, lo que constituye una importante ruptura con las prácticas de su predecesor. México sigue siendo un país en el que los barones de la droga controlan amplias franjas de territorio y tienen el poder y la influencia para matar indiscriminadamente, sin consecuencia alguna. Pero el cambio en la estrategia de comunicación oficial quiere hacer creer que el país ya cambio. Y eso no es cierto.
Varios medios de comunicación, tanto en México como en el extranjero, han comprado y publicado la historia oficial (la que dice que México no es el de la violencia sino el del desarrollo económico). Pero este mensaje se va a desinflar pronto si no hay resultados concretos en la lucha contra la narcoviolencia. Los muertos siempre huelen y no se pueden ocultar.
El caso de Venezuela es muy distinto pero también lo protagoniza un presidente, Maduro, que lucha por justificar su poder. Fue designado como candidato por Hugo Chávez, por dedazo y poco antes de morir en marzo, y la oposición ha impugnado la elección que él asegura haber ganado. Pero es imposible creer en un sistema en que el organismo que cuenta los votos y el jefe del ejército apoyan al candidato oficialista. Por eso se resisten a mostrar las actas de votación.
Para empeorar las cosas, la principal estrategia de Maduro para ganarse a los votantes es imitar a Chávez siempre cuando habla en público. Maduro hace declaraciones grandilocuentes. Grita, menosprecia y vitupera a sus rivales, tal como hacía su jefe. Es vergonzoso. Y con cada actuación queda más claro que si bien Maduro heredó la presidencia de Chávez, no heredó su habilidad política.
Maduro, comparado con Chávez, es un presidente muy chiquito. El problema es muy sencillo: la elección no le dio legitimidad; al contrario, lo presentó como cómplice del fraude, pocos creen lo que dice, tiene un país dividido a la mitad y está enfrentando una seria crisis de gobernabilidad. La oposición le aguantó muchas cosas a Chávez. Pero Maduro no es Chávez.
Los problemas de Peña Nieto y de Maduro para ejercer el poder me remiten inmediatamente al nuevo libro de Moises Naim, El fin del poder. Naim argumenta que el poder ya no es lo que era antes. Es más difícil alcanzarlo y más fácil perderlo, me dijo Naim en una entrevista en Miami.
Peña Nieto no tiene la autoridad y la fuerza que caracterizó a los presidentes priístas de 1929 al 2000. Maduro no es ni la sombra de Chávez (aunque se llame su “hijo”) ni tiene el dominio del país que presumieron adecos y copeyanos durante cuatro décadas. (La misma pérdida de poder ha ocurrido con corporaciones, iglesias y otras instituciones, explica Naim, y se está relocalizando en calles, redes sociales y grupos de insurgentes que cuestionan fuertemente la autoridad tradicional utilizando las nuevas tecnologías y mucha creatividad.)
Es decir, Peña Nieto y Maduro, además de enfrentar serios problemas de legitimidad debido a procesos electorales sumamente irregulares, lideran presidencias muy debilitadas en contextos adversos. Ambos luchan fuertemente para no ser vistos como mini presidentes.
Cuando millones no le creen al presidente, cuando suponen que ganó con trampa, cuando cuestionan su capacidad para dirigir, entonces la tarea de gobernar es monumental y los países sufren. La única manera de salir adelante de semejante aprieto –y de callar a los críticos como yo– es demostrar con acciones y resultados que sí pueden gobernar.
Mientras esto se define, México y Venezuela (tristemente) han puesto en pausa su futuro.