Por: Jorge Ramos
Barack Obama no es un pacifista.
Cuando ganó (prematuramente) el premio Nobel de la Paz, el presidente de Estados Unidos habló en su discurso de aceptación en Oslo, Noruega, sobre los momentos en que es necesario iniciar una guerra. “No erradicaremos los conflictos violentos durante nuestra vida”, dijo Obama en diciembre de 2009, cuando apenas llevaba 11 meses como presidente. “Y habrá ocasiones en que las naciones verán el uso de la fuerza como algo necesario y moralmente justificable”.
La pregunta que le urge responder a Obama ahora es si es “necesario y moralmente justificable” atacar o invadir a Siria para terminar con el sanguinario régimen de Bashar Al Assad. Durante los últimos dos años, el dictador sirio ha causado la muerte de miles de sus compatriotas que se han levantado contra su gobierno. Sus métodos de tortura son espeluznantes y culminan, muchas veces, con la muerte del interrogado. Y recientemente la Casa Blanca investiga informes acerca del uso de armas químicas en contra de la población.
Es comprensible el temor de Obama de iniciar una nueva guerra para Estados Unidos. Las encuestas dicen que los norteamericanos ya no quieren involucrarse en otro conflicto armado. Cuando Obama tomó posesión en enero del 2009 se convirtió también en comandante en jefe de un ejército que luchaba en dos guerras: Irak y Afganistán. Hoy Estados Unidos ya se retiró de Irak y para finales del 2014 lo hará en Afganistán. Pero el costo ha sido altísimo: en vidas humanas, en dólares y en credibilidad.
Obama aprendió de los terribles y fatales errores de George W. Bush. Bush emprendió una guerra en Irak en 2003 por simples cuestiones ideológicas, no porque fuera algo necesario. Saddam Hussein era un líder brutal y asesino pero no estuvo involucrado con los actos terroristas del 11 de septiembre del 2001, ni tenía armas de destrucción masiva en el momento de la invasión. Más aún, el régimen de Bagdad no era una amenaza directa para Estados Unidos.
El gobierno talibán en Afganistán, en cambio, sí lo era. Ayudó y dio refugio a Osama bin Laden y a su organización terrorista (Al-Qaeda) y hubiera sido impensable para los líderes de Estados Unidos el no atacar. Siria, en cambio, no representa una amenaza directa para Estados Unidos en este momento. Su autoritario y represivo gobierno lucha por sobrevivir ante una creciente rebelión.
En agosto del 2012, Obama, en una conferencia de prensa, dijo que si el gobierno sirio usaba armas químicas contra su gente cruzaría “una línea roja” y, por lo tanto, podría obligarlo a tomar una decisión militar. El propio gobierno norteamericano ha reportado el uso de ciertos tipos de armas químicas en Siria –cruzando, de hecho, esa “línea roja”– pero, aparentemente, no tiene confirmación absoluta de que se trata de hechos recientes y ordenados por Al Assad.
Cierto o no, el gobierno sirio está realizando una masacre de enormes proporciones contra su población, y Estados Unidos –más allá de presiones diplomáticas a través de Rusia– no ha hecho nada para evitarlo. Hasta el momento, la Casa Blanca ha preferido ser criticada por falta de acción que por involucrarse en otra guerra en el Medio Oriente. Y esto sólo es entendible por las duras y tristísimas experiencias en los últimos dos conflictos bélicos.
La lección para Estados Unidos en Irak y Afganistán es perturbadora: Si te metes a un país, aunque ganes la guerra vas a perder. Estados Unidos, efectivamente, terminó con el gobierno talibán y con Saddam pero la amenaza terrorista no ha desaparecido, ni fuera ni dentro de Estados Unidos (como quedó comprobado hace poco en la Maratón de Boston). Cientos de miles de combatientes estadounidenses y sus familias siguen sufriendo los efectos de esas guerras. Y la economía del país aún no se recupera de dos guerras que apenas se han podido financiar con muchas deudas públicas.
Por eso seguirán muriendo rebeldes y civiles sirios en una guerra civil absolutamente dispareja. Siria es la guerra que Obama no quiere comenzar, aunque resulte frustrante y casi cómplice el ver desde lejos cómo un dictador mata impunemente con el único fin de mantener su poder.