Por: Jorge Ramos
Mientras en Estados Unidos los políticos se pelean y tratan de ponerse de acuerdo –desde el presupuesto, la inmigración y otros temas– en China y en India no paran de crecer y ver hacia adelante. Y cuando nos demos cuenta, será ya muy tarde y nos habrán rebasado irremediablemente.
En los últimos dos meses estuve viajando por China e India y no dejo de maravillarme por la vitalidad, energía y clara dirección que muestran esos dos países en su crecimiento económico. Más aún cuando los avances chinos e indios se comparan con la recesión europea y la indecisión estadounidense.
Lo primero que me llamó la atención tras aterrizar en Shanghái fueron sus carreteras. Desde el modernísimo y eficiente aeropuerto hasta el centro de la ciudad, lo recorrí en carreteras construidas en segundos pisos. Pero eso no fue la excepción.
A donde dirija uno la mirada parece haber edificios levantándose. Literalmente, el cielo es el límite para los chinos. Sorprende que nunca dejan de trabajar –hay hasta tres turnos seguidos en la construcción de obras públicas y rascacielos– y es obvio que invierten gigantescas cantidades de dinero en este tipo de obras.
El capitalismo de Estado de los chinos –con un solo partido político, control absoluto del ejército y la policía, y claras restricciones a la libertad de prensa– ha generado una economía extraordinariamente dinámica donde no se vale cuestionar la dirección que lleva el país. Shanghái ya no es tan distinto a Hong Kong, que apenas dejó de ser británico en 1997 y sigue siendo un impresionante puerto e impulsor financiero para el resto de Asia.
Algo que los chinos han entendido muy bien es que, en una nación con 1.360 millones de personas, es preciso tener un sistema que emplee y dé un razonable estándar de vida a la mayoría. Sus salarios y derechos son mínimos, comparados con los países más desarrollados, pero al final de cuentas China crece. Y mucho.
Me llevé al viaje el libro Oriente de Pablo Neruda –¡genial!– y sus descripciones de la endeudada y sexualizada Shanghái de 1928 contrastan con la ciudad limpia y próspera de hoy en día. “Lo importante era ver qué pasaba en Shanghái por la noche”, escribió el poeta chileno, que en ese momento era cónsul (muy) pobre de su país.
La China que me encontré hoy en Shanghái y Hong Kong habla de un país que hace mucho decidió que para sobrevivir y dominar había que crecer económicamente, emplear a su población y no cuestionar casi nunca esa dirección.
India, en cambio, es la democracia más grande del mundo, y se nota. Al llegar se tiene la abrumadora sensación de haber llegado al lugar más diverso, intenso y misterioso del planeta. No hay nada como perderse en los olores y colores de una anónima multitud para llegar al sagrado río Ganges en Varanasi. Nada maravilla tanto, al extremo de abrir imperceptiblemente la boca, como notar todas las tonalidades de blanco que pinta el sol sobre los mármoles del Taj Mahal en Agra.
India chupa tanta energía en las tareas más sencillas (como caminar en el mercado público de Nueva Delhi, ir a un templo hindú o buscar comida) que resulta casi imposible concentrarse en algo fuera de ahí. El reto de India es incomparable: ¿cómo salen adelante 1.200 millones de seres humanos en un país donde conviven los pobres más pobres que he visto y una ferviente y extendida religiosidad? India, como China, ha entendido que para sobrevivir es preciso emplear su exceso de mano de obra y vender esa capacidad textil y manufacturera al mundo. Y la mayoría de los estadounidenses que tienen un problema con un producto o servicio saben que probablemente sus llamadas serán desviadas a India, que se ha convertido en un importante proveedor de operaciones de servicio.
Pero India ha dado un paso más allá, poniendo un extraordinario énfasis en la educación de científicos e ingenieros. Es imposible pensar en otro país que, como India, esté tan atado al pasado y, al mismo tiempo, surfea en el mismísimo borde del desarrollo digital.
Dejé China e India con la misma sensación de asombro. Qué manera de crecer y entender el futuro, pensé. Pero también es preciso concluir que si Estados Unidos no corrige rumbo, y rápidamente, el liderazgo tecnológico, económico y militar que ha ejercido en más de medio siglo está en peligro de desaparecer.
Lo peor de todo, creo, es que los estadounidenses –tan absortos en sus propios problemas– ni siquiera se han dado cuenta que China e India están a punto de rebasarlos. Eso es lo que aprendí por allá.