Por: Jorge Ramos
En mi casa y oficina, los cables están desapareciendo poco a poco. La agenda, calendario y fotografías de mi celular se acoplan automáticamente con la nueva información que tengo en la computadora sin que yo apriete un solo botón. Y si perdiera o me robaran el teléfono, hay una ”nube’’ en algún lugar que guarda todos mis datos.
Esa ”nube’’ es, en realidad, una supercomputadora escondida que acumula hasta mis datos más íntimos. Nada es secreto. No le creo a ninguna compañía, ni al gobierno, de que nuestra información es confidencial.
Ya ven los titulares. Edward Snowden, ex contratista del gobierno, recientemente reveló que el gobierno ha estado monitoreando el uso de teléfonos e internet. En mayo, la agencia Associated Press anunció que el gobierno federal había decomisado los registros telefónicos de algunos de sus reporteros, tratando de encontrar al responsable de haber filtrado información sobre una fallida conjura terrorista en Yemen. Y WikiLeaks demostró que hasta los secretos de estado más escondidos son, en realidad, del dominio público.
Hoy vivimos en un mundo transparente en el que la información fluye libremente, pero eso significa también que nuestras comunicaciones están expuestas y son vulnerables. Con eso en mente, mi nueva regla para el uso de tecnología es ésta: si quiero que algo realmente se mantenga privado, no lo digo en mi teléfono celular, no lo mando como mensaje de texto ni de correo electrónico. Cuando estoy hablando por teléfono o envío un mensaje de correo electrónico a un amigo, y especialmente cuando me comunico con una fuente informativa, siempre supongo que alguien, en alguna parte, está escuchando la conversación o leyendo el mensaje.
Por supuesto, esto no quiere decir que debamos evitar las comunicaciones electrónicas y la difusión de información. La red está transformando la forma en que nos relacionamos con el mundo y nosotros simplemente debemos cambiar junto con esto.
Por ejemplo, los medios ahora son instantáneos. Ya no es noticia que los periódicos de papel están desapareciendo y que los libros digitales empiezan a robarle una parte importante del mercado a los de portada dura. Las cadenas de televisión y las universidades, que parecían instituciones inamovibles, tampoco están a salvo.
Los ratings de las principales cadenas de televisión en inglés en Estados Unidos siguen cayendo en un mercado canibalizado por canales de cable y opciones más atractivas y atrevidas en la internet. Es un concepto casi dinosaurio el esperar que un televidente haga una cita –digamos, miércoles a las 9 de la noche– para ver su programa favorito. El nuevo consumidor de noticias y entretenimiento escoge cuándo, cómo y dónde las ve.
Las universidades también tienen un desafío monumental. ¿Por qué un estudiante va a querer escuchar a un profesor en persona durante hora y media (y pagar 50 mil dólares al año por repetir ese privilegio) cuando por internet puede ver y leer –sin moverse de su cama, gratis o a un costo bajísimo– conferencias magistrales de los principales especialistas en ciencia y literatura de Harvard, Oxford, Yale y Stanford? El contacto interpersonal y el debate académico es irremplazable, lo sé. Pero la calidad de las ponencias universitarias y de posgrado por internet compiten con los mejores profesores del mundo.
La ropa que usamos también está cambiando. Así como hay fast food, o comida chatarra, también hay fast fashion, o ropa chatarra. El reciente accidente en un edificio de fábricas textiles en Bangladesh, que cobró la vida de más de mil trabajadores, refleja la feroz competencia entre corporaciones internacionales para producir ropa modernísima y cada vez más barata. Con trabajadores en China, Bangladesh, India, Mianmar y Vietnam, que en muchos casos apenas ganan unos cuantos dólares diarios, se está produciendo ropa muy accesible y de mediana calidad pero con estilos y diseños de la última moda dictada en París y Milán.
Así, trajes y vestidos que antes sólo podían usar los más ricos y famosos están hoy disponibles para esa creciente clase media mundial. Es ropa prácticamente desechable, por su precio. Y eso ha generado un nuevo apetito consumista por usar mañana lo que estuvo ayer en las pasarelas de Londres y Nueva York. Se acabaron las colecciones para cuatro temporadas; ahora se produce para un consumidor que devora ropa mes con mes.
Mi abuelo Miguel, que nació en el 1900, tuvo que pasar décadas para ver cambios fundamentales en su vida: la electricidad, el auto, el avión. Hoy me tengo que adaptar a los cambios de ayer. Abro y prendo mi auto sin llave, recibo las noticias literalmente en una pantalla en la mano y el código genético de mis hijos podrá ser modificado para no sufrir las mismas enfermedades que el abuelo Miguel (a quien ya no conocieron).
El futuro ya llegó, y nuestro único temor debe ser el no adaptarnos lo suficientemente rápido y que nos deje atrás.