Por: Jorge Ramos
No creo en los milagros -son una invención de los religiosos- pero eso a nadie le importa. Lo que importa es que Floribeth Mora sí cree en los milagros, y ella está convencida que uno le salvó la vida.
Mora, una costarricense que tiene 50 años, fue diagnosticada en el 2011 con un aneurisma cerebral que la podía dejar paralítica o incluso provocarle la muerte con una hemorragia. Pero le rezó a Juan Pablo II -el pontífice que murió en 2005- y ella supuestamente escuchó su voz. Le dijo en español: “Levántate. No tengas miedo”.
Eso la curó, dijo Mora, llorando, en una conferencia de prensa en julio en San José, Costa Rica. Su médico, interrogado por el Vaticano, confirmó que el aneurisma había desaparecido totalmente. El Vaticano ahora dice que la curación de Mora fue un milagro y usará esa supuesta prueba para canonizar a Juan Pablo y convertirlo en santo.
El problema de convertir a Juan Pablo en santo es que, aunque le cayera muy bien a millones y fuera el primer papa polaco, lo cierto es que encubrió y protegió durante su pontificado a sacerdotes criminales.
Es imposible creer, por ejemplo, que Juan Pablo no sabía de las gravísimas acusaciones en contra del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel. Maciel fue un perverso criminal que murió en absoluta libertad sin haber sido castigado. Juan Pablo, quien no sólo lo protegía sino que le tenía un especial afecto, pudo haber evitado decenas de ataques sexuales de Maciel. Pero nunca se atrevió a hacerlo. Juan Pablo tomó partido y prefirió estar del lado del victimario y no de las víctimas.
Lo mismo hizo en miles de casos más. La política durante los 27 años de su pontificado fue que la Congregación de la Doctrina de la Fe -el organismo encargado de investigar esos casos- no entregaría a esos delincuentes sexuales en sotana a las autoridades civiles ni a la policía. Sólo por eso, el papa Francisco no lo debe canonizar.
Debo reconocer, incluso como no creyente, que Francisco ha causado una magnífica primera impresión. Estuve en Roma en la cobertura de su sorpresiva designación como primer papa latinoamericano y sus gestos de humildad son un marcado contraste con los zapatos rojos de antiguos pontífices y la altanería de los que creen hablar con Dios cada noche.
Durante su reciente viaje a Brasil, Francisco dijo que “un cristiano, si no es revolucionario en los tiempos actuales, no es cristiano”. Y ciertamente ya ha actuado de una manera revolucionaria, para un papa, al responder durante 84 minutos las preguntas, sin censura, de los periodistas que lo acompañaron en el avión de regreso a Roma. Eso es nuevo. Antes, nadie podía cuestionar así a un papa.
También ha sido revolucionaria su pregunta en esa conferencia de prensa a 35.000 pies de altura: “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”. La Iglesia católica siempre ha rechazado a los gays y al matrimonio gay. Oficialmente considera su conducta como un pecado que va contra la naturaleza humana. Pero la respuesta del papa sugiere una mayor apertura y el resto de la jerarquía católica ahora tendrá que repensar su legendario repudio a los gays.
Éstos no son, desde luego, los únicos temas relevantes para una iglesia que todos los días pierde creyentes. Si Francisco quiere salir a la calle a “armar lío”, como le pidió a los jóvenes brasileños, también debe revisar las absurdas prohibiciones de la Iglesia católica respecto al uso de preservativos y a la posibilidad de que las mujeres ejerzan el sacerdocio.
No se trata de cambiar la doctrina de la iglesia. De lo que se trata es de cambiar las interpretaciones machistas y prejuiciadas de su jerarquía. Jesucristo nunca propuso limitar el papel de la mujer en la iglesia ni prohibir el matrimonio de los sacerdotes. Esas fueron decisiones erróneas de hombres, y otros hombres las podrían cambiar.
Mucho, me parece, ha hecho el nuevo papa en tan poco tiempo. Pero todo, hasta el momento, ha sido cuestión de estilo. Falta fondo. Francisco corre el riesgo de ser un líder populista, diciendo lo que la gente joven y moderna quiere oír, pero sin cambios sustanciales dentro de la Iglesia católica.
Por eso es importante que fije su postura frente al tema principal que aqueja su iglesia. Y ese tema es el abuso sexual de miles de sus miembros en contra de niños. La única posición congruente con su deseo de ser revolucionario es que adopte una postura de cero tolerancia y expulsión en los casos futuros, y de cárcel y cooperación con la policía en los casos pasados.
Simbólicamente, nada sería más poderoso que suspender la canonización de Juan Pablo II. El mensaje sería claro: no convertiré en santo a un cómplice de sacerdotes pederastas. Eso sería verdaderamente revolucionario. Pero como dije en un principio, no creo en milagros.