Por: Jorge Ramos
MILAN – Los rusos están por todos lados. Dos adelante y cuatro detrás de mí en la fila para mostrar el pasaporte en el aeropuerto de Venecia. El único funcionario italiano que nos atiende habla ruso.
Seis damas rusas, con bolsas y bolsas de compras, se apoderan de una mesa en un restaurante de moda cerca de Via della Spiga en Milán. Afuera, en un hermoso patio interior, un padre ruso llega con sus tres hijos perfectamente uniformados con chaquetas fosforescentes, verde y naranja. Pide en ruso una mesa, y el mesero italiano se la da inmediatamente.
El cuarto de mi hotel ofrece seis canales en ruso y sólo tres en español. En el de Londres, unos días antes, fue la misma historia. Un diario local describía cómo los inversionistas rusos, temerosos de guardar su capital en Moscú, han invadido el mercado de valores londinense y disparado los precios de las propiedades en la que ya es, sin duda, la ciudad más cara del mundo.
No es algo nuevo para mí. Vivo en Miami, donde los rusos veranean todo el año y su presencia en clubes, los malls y en restaurantes de lujo ha dejado de llamar la atención.
Los rusos están por todos lados porque pueden. Antes de la desintegración de la Unión Soviética en 1991, muy pocos podían salir. Luego, las 15 naciones independientes que surgieron (incluyendo Rusia) se tardaron años en hacer una dolorosísima transición a una economía de mercado. Hace menos de una década que los rusos que se beneficiaron con las privatizaciones de las empresas estatales empezaron a salir en masa a comprar y conquistar el mundo.
No fue fácil dejar de ser una gran potencia. Todavía en el 2006 una encuesta concluyó que el 66 por ciento de los rusos resentía la desaparición de la Unión Soviética. Por supuesto; eran una poderosa potencia militar, con miles de bombas nucleares, y el mundo los trataba con respeto y miedo. Pasar del socialismo con un solo partido político a un sistema relativamente democrático y capitalista fue una verdadera terapia de shock.
Pero el impacto del cambio ya pasó y ahora es, de nuevo, la época de la expansión. Los rusos quieren más. Y aquí es donde entra el presidente Vladimir Putin, quien ha maniobrado hábilmente para quedarse en el poder, y quien no deja pasar ninguna oportunidad de quitarse la camisa en público.
Las olimpíadas de Sochi se realizaron con éxito y ya se preparan para el Mundial de fútbol del 2018. Todo en grande. Además, Putin no quiere lecciones de democracia de Estados Unidos, un país que invadió Irak sin razón; que tiene decenas de prisioneros sin cargos en Guantánamo; y que ha espiado las llamadas o correos de millones en el mundo.
Rusia tiene 143 millones de habitantes y solo la mitad de los soldados que Estados Unidos. Pero Putin ha reinterpretado esa nostalgia de grandeza de sus conciudadanos y ha decidido enfrentar a Estados Unidos y a los países europeos de la OTAN. Primero bloqueando una acción colectiva de Naciones Unidas contra la dictadura en Siria y, ahora, invadiendo Crimea y promoviendo su ilegal anexión a Rusia.
Rusia no es la Unión Soviética, pero sus 8,500 ojivas nucleares hacen impensable cualquier opción militar. Es decir, aunque Putin invada Crimea y amenace Ucrania, Estados Unidos y la OTAN nunca atacarían. Por eso, lo único que le queda al presidente Barack Obama y a sus aliados son sanciones, aislar a Rusia y esperar que eso disipe los sueños de grandeza de Putin.
La bravuconería de Putin al amenazar a sus vecinos radica, según dijo Obama, “más que en la fuerza, en la debilidad.” Y, añadiría, en la poca comprensión de cómo funciona hoy el mundo.
Mientras Putin flexiona absurdamente su poderío militar, son los rusos con su nuevo poder adquisitivo los que realmente están conquistando los lugares más hermosos e importantes del mundo, rublo por rublo.