El viaje a Tierra Santa del Papa Francisco ha sido una inmensa oportunidad de expresar la vocación a construir la paz que existe en el interior del mensaje de Jesucristo. El motivo fundamental del viaje fue realizar una peregrinación conjunta con el Patriarca Bartolomé I de Constantinopla y así celebrar, orando, el cincuentenario del abrazo histórico entre Pablo VI y Atenágoras. Ese abrazo selló la decisión de superar una división que se había iniciado casi un milenio antes, y que había alejado a los cristianos de oriente con los del mundo latino. Ese abrazo fue, además, el inicio de un ininterrumpido y osado diálogo para limar las asperezas que la historia fue poniendo en la relación entre las comunidades representadas por la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla. Fue también la inequívoca expresión de que los cristianos, enfrentados por divergencias doctrinales, pusiéramos el centro en lo que nos une, para así dar testimonio del Reino de Jesucristo, que sana las heridas de la humanidad. Fue, en efecto, un comienzo gigantesco.
De allí que Francisco y Bartolomé decidieron celebrarlo juntos, ante los lugares santos de Jerusalén. En este encuentro, Francisco y Bartolomé, fueron más allá de los gestos de fraternidad, para continuar con el compromiso de no bajar los brazos en el diálogo que permita avanzar en aquellas cosas que nos separan e impiden celebrar juntos la Eucaristía. Firmaron una declaración conjunta que reconoce que el camino hacia la unidad es ya una expresión de unidad. En ella dan cuenta de que tenemos ya “el deber de dar testimonio común del amor de Dios” porque esa unidad “se pone de manifiesto en el amor de Dios y en el amor al prójimo”. Esta afirmación pone el centro de la cuestión, no en las divergencias doctrinales, sino en la conciencia común de que tenemos la responsabilidad de expresar el amor de Dios. Y eso nos une y nos encuentra con desafíos comunes.
Este compromiso común exige responsabilidades afrontadas en comunión, expresadas “especialmente en la defensa de la dignidad de la persona humana, en cada estadio de su vida, y de la santidad de la familia basada en el matrimonio, en la promoción de la paz y el bien común y en la respuesta ante el sufrimiento que sigue afligiendo a nuestro mundo. Reconocemos que el hambre, la pobreza, el analfabetismo, la injusta distribución de los recursos son un desafío constante. Es nuestro deber intentar construir juntos una sociedad justa y humana en la que nadie se sienta excluido o marginado”. Así como la salvaguarda de la creación y de la libertad, para que cada hombre pueda expresar sin peligro y en paz sus convicciones religiosas. El valor de estas afirmaciones radica en el convencimiento de que la unidad es un desafío y una realidad y que, antes que la formulación doctrinal, está el compromiso de vivir el amor de Cristo.
Pero además, el viaje de Francisco, deparó algunas sorpresas inesperadas. El Papa puso el centro de su peregrinación en la oración ante los lugares que fueron testigos de la vida de Jesús y mostró con algunos gestos que la oración y la comunión con Dios tienen consecuencias en la historia y nos permiten asumir los desafíos temporales con decisión y firmeza. Hemos visto a los últimos Papas rezar por la paz, convocar a los líderes de otras religiones a orar por la paz e interceder ante los líderes del mundo para que la paz fuera posible. Los argentinos hemos sido privilegiados destinatarios de esta actividad en la proximidad activa de Juan Pablo II durante el conflicto del canal de Beagle. Pero Francisco ha invitado a dos líderes a rezar junto con él por la paz. Esto es inédito, invitar a dos líderes políticos a rezar por la paz y proponer un hecho religioso como un acto con consecuencias históricas decisivas. Ha invitado a la autoridad palestina y al presidente de Israel a ponerse cara a cara entre ellos, ante Dios. Este gesto vuelve a todos profundamente responsables ante Dios de la construcción de la paz. Dios será el garante, pero los hombres los responsables.
Francisco, además, oró con gestos similares ante dos muros. Ante el Muro de los Lamentos, este sacratísimo lugar para los judíos, el muro occidental del Templo de Jerusalén destruido en el año setenta. Allí oró en silencio y puso con sus manos, en la hendidura de la piedra, el padrenuestro en castellano, pues en esa lengua lo aprendió de su madre. Pero también rezó ante el muro que divide la ciudad de Belén. Allí también inclinó su cabeza y apoyó su mano. Indicando que si un muro tiene por vocación permanecer en pie, como testimonio vivo de la alianza de Dios con su pueblo, el otro muro, este último, algún día deberá caer, como expresión de esa misma Alianza que está sellada no en la carne sino en el corazón de los hombres.
El viaje a Tierra Santa ha sido un inmenso gesto de paz. De esa paz Dios será el garante y los hombres los responsables.