Reforma del Código Penal: la víctima, oída pero no escuchada

José Luis Puricelli

Desde los albores de la criminología, se ha estudiado al sujeto activo del delito -al infractor-, no a la víctima, con marcada indiferencia por los trastornos psicológicos, económicos, familiares y avatares burocráticos que sufre quien padece un delito. Si no es un delito gravísimo o de trascendencia, no se tiene en cuenta a la víctima, más allá del rol que puede asumir como querellante y en su caso como actor civil, conforme la ley procesal. Sólo para ciertos delitos se ha puesto énfasis en la víctima.

Toda persona que ha sufrido un delito -de acuerdo a su gravedad, a su situación socioeconómica y personalidad- es afectada mucho más allá de la lesión del bien jurídico específico.

La institución de suspensión del juicio a prueba (o probation) es una no tan novedosa forma de finalización del proceso penal que brinda enormes ventajas para el imputado y para reducir cantidad de procesos en el fuero penal, pero no ha sido utilizada equitativamente en favor de la víctima. Considero que el diseño de un nuevo Código Penal (*) es la oportunidad de servirse de ese moderno instituto para jerarquizar mínimamente el rol de la víctima, sin que ello conspire en nada, como se verá, contra el principio de inocencia de que goza el inculpado hasta el dictado de sentencia firme.

Aunque no he podido tomar contacto con su exposición de motivos, el anteproyecto de reforma del Código Penal (art. 45) determina que “el imputado de uno o más delitos, a quien en el caso concreto no se le hubiere de imponer una pena de prisión superior a tres años, que no hubiere sido condenado a pena de prisión o que la hubiere sufrido como condenado en los cinco años anteriores a la comisión del hecho, ni hubiere gozado de una suspensión en igual término, podrá solicitar hasta la citación a juicio la suspensión del proceso a prueba”.

Establece también que el imputado deberá ofrecer la reparación de los daños en la mayor medida de sus posibilidades, sin que esto importe confesión o reconocimiento de responsabilidad civil. El juez oirá a la persona directamente ofendida y decidirá en resolución fundada acerca de la razonabilidad del ofrecimiento.

El instituto de la suspensión del juicio a prueba, como dijimos, ya existe y la jurisprudencia ha extendido sus márgenes de modo análogo al que ha sido plasmado en el anteproyecto permitiendo que no sólo opere para delitos menores sino que queden amparados aquellos imputados a los que, en el caso concreto, podría aplicárseles una pena no superior a los tres años de prisión. Debemos entonces tener en consideración que tanto en la actualidad como en el proyecto, de hecho están incluidos delitos de importante entidad lesiva como son los hurtos agravados, el robo, algunos robos  calificados (art. 167 CP), algunos casos de abigeato, el chantaje, estafa en su infinidad creativa de modalidades, defraudaciones, incluso agravadas, amenazas con arma, coacción (cuando el autor con amenazas obliga a otro a hacer, no hacer o tolerar algo contra su voluntad), por citar algunos. Por tanto, los únicos delitos que quedan excluidos de evitar el juicio oral y la condena eventual, son los de extrema gravedad.

El anteproyecto dice también que el imputado, al ofrecer la reparación económica al damnificado, debe hacerlo “en la mayor” medida de sus posibilidades. También este agregado deviene de la experiencia recogida con la legislación actual y la jurisprudencia habida en consecuencia, que enseña que los imputados solicitantes de la suspensión ofrecen como reparación a la víctima sumas ínfimas de dinero, que en los más de los casos nada tienen que ver con la realidad del perjuicio ocasionado (ni con su verdadera situación económica). Ese ofrecimiento resarcitorio es interpretado hoy ciertamente como “simbólico” y acorde a las posibilidades del inculpado. Pero lógicamente con la vaguedad de la ley en el punto y quedando abierta la vía civil para que la víctima siga reclamando, se concede la inmensa mayoría de los pedidos de suspensión del juicio a prueba.

Se lo “oye” al damnificado como dice la ley actual y reproduce el anteproyecto, pero lo cierto es que no importa si se lo escucha o no (escuchar es oír con atención). Poco importa lo que diga: si acepta el importe ofrecido por el encausado, bien; y si no, lo mismo da, se concede la suspensión del juicio a pedido del imputado.

En realidad, la víctima continúa en un plano de inferioridad, aun estableciendo como lo hace la enmienda que el imputado debe ofrecer la reparación en la “mayor” medida de sus posibilidades. ¿Quién puede pensar con cierta lógica que el ofrecimiento de resarcimiento económico del imputado hacia quien, o por virtud de quien, está procesado -con razón o no, con prueba o sin ella y sin sentencia- va a ser de envergadura? Máxime cuando cumple su cometido con un simple ofrecimiento, sin una mínima cuantificación del perjuicio, de la situación económica del oferente, y sin el control de la víctima. En realidad a la ley no le importa si el supuesto accionar del inculpado generó un perjuicio de tal o cual cuantía, porque ni siquiera se determina mínimamente qué sería lo necesario para que el instituto de la suspensión a prueba cumpla una función más equitativa y pacificadora y no sólo funcional a una de las partes que pretende evitar el debate.  No se requiere mucho esfuerzo para pensar que si alguien puede pagar 3 no habrá de pagar 12 ni aunque deba 30. La experiencia lo enseña así; de este modo, el ofrecimiento económico se torna en un casillero a llenar en una fórmula, nada más.

Si la víctima va a ser únicamente “oída” -y no escuchada- sin tener otra posibilidad que la de expresar conformidad o no con el ofrecimiento -como ocurre hoy-, ni puede acreditar sumaria o esquemáticamente -en una misma audiencia- su perjuicio y eventualmente recurrir sobre el monto fijado por el magistrado como “razonable” o demostrar también en forma breve algo sobre la real situación económica del encausado, seguirá en rigor cumpliéndose una formalidad. Es imprescindible tener en cuenta que nadie llamó al damnificado a ingresar en las lides judiciales; hubo un hecho generador -ajeno a su voluntad y obviamente no querido- que lo perjudicó. Dejarle abierta la vía civil a alguien que ni siquiera pensó pisar los tribunales puede formalmente brindar un mensaje tranquilizador, pero sólo en apariencia: el Poder Judicial habrá de sumar otro litigio más, teniendo la posibilidad de dar por finalizado todo el entuerto en el acto.

Luiggi Ferrajoli, de la Universidad de Roma III (Italia), cuya enorme estatura jurídica me libera de mayores presentaciones, ha dicho varias veces que “los jueces se legitiman por la verificación de la verdad y la tutela de las libertades”. Pues bien, en el caso, es el imputado quien voluntariamente se somete a las pautas del instituto, frustra la verificación de la verdad del suceso, es él además quien se retira de la arena y evita la posibilidad que se debata públicamente su situación frente a hechos y pruebas. Y es él quien eventualmente también frustra la voluntad de condena penal que puede interesarle a la víctima, privando a la sociedad toda conocer la realidad.

Que el mayor esfuerzo económico sea verdadero sincero- y acorde a las consecuencias del hecho imputado –razonable, dice la ley- no puede ser pensado como un menoscabo de presunción alguna de inocencia, del mismo modo que no lo es que se comprometa a realizar una labor no remunerada  en favor de la comunidad –lo cual también reclama del inculpado la ley-, por ejemplo: pintar una sala de primeros auxilios u organizar informáticamente un archivo, si está a su alcance, etcétera.

Es que de lo que se trata -o se debe tratar- es de cerrar definitivamente un entuerto –que la víctima no buscó-, frente al ejercicio de un derecho -no una obligación- del imputado, que es el pedido de suspensión del juicio a prueba, siendo que existe un damnificado y la lesión de su bien jurídico es mensurable aunque mínima, razonable, esquemática y ecuánimemente.

Solo vemos a las víctimas que claman por los medios de comunicación; pero hay muchas otras que lo hacen en la desazón y el silencio. La ley debe pensar también en la víctima de una manera actual, en la celeridad de los procesos, en el cúmulo de juicios, en la posibilidad de dar por terminado el conflicto. Porque esa es la misión última del Poder Judicial y razón de su existencia, contribuir a la paz social diciendo el derecho.

Por supuesto que no me refiero a delitos menores ni a gente necesitada inculpada; en tales casos las palabras sobran y el “mayor esfuerzo” se evidencia con toda facilidad; tampoco es el caso de aquellos delitos de bagatela, porque también su consecuencia es menor. Me refiero a la gran cantidad de delitos que generan hondo perjuicio a la víctima en los que la ley posibilita al imputado a pedir también la suspensión del juicio a prueba; delitos económicos o de grave afectación al bien jurídico protegido; me refiero a aquellos imputados insolventes por decisión o por vocación; sociedades fantasma que son parte de la maniobra; escenarios preparados para el delito; imputados que se amparan en ficciones jurídicas de las que se han servido para el supuesto actuar delictivo, y tantos otros casos -no justamente de indigentes- que en los más de los casos ni la más adecuada sentencia civil los alcanzará.

Si no se pone énfasis en la determinación del “mayor esfuerzo” del oferente, ni en el perjuicio, y la víctima sigue con un rol absolutamente pasivo, no se utilizará inteligente y dinámicamente un instituto de interesante factura como el de la suspensión del juicio a prueba, que permite zanjar la conflictividad, aligerar la labor judicial, que la comunidad se vea beneficiada por una labor que no remunera, brindar una oportunidad al encausado, evitar el dictado de una eventual condena y resarcir con cierta aproximación real a la víctima, cerrando definitivamente el conflicto.

 

(*) Por decreto presidencial, se creó una comisión de juristas y legisladores que elaboró un anteproyecto de Código Penal que será debatido este año en el Congreso.