Por: Julio Bárbaro
La corrupción originada en el Estado es hoy un elemento esencial a nuestra sociedad. Hace tiempo abandonó el espacio de la excepción para ocupar el sitio de lo normal. Excepcional terminó siendo la ética, por ejemplo la situación de un funcionario que se niega a la corrupción. Los empresarios en su mayoría prefieren pagar coimas como camino al éxito. Implica asumir que el dinero es el Bien superior como concepción ideológica. Cuando el funcionario no acepta el dinero está expresando un lugar de libertad que cuestiona la posición que el rico y el poderoso se asignan a sí mismos. Uno de los importantes me dijo una vez: “Si no aceptan dinero tengo miedo de que sean comunistas”. Le respondí con cierto enojo: “Yo asumo mi seguridad en la inteligencia, Usted guarda su soberbia en la billetera”.
Pero además, el empresario no respeta al que no puede corromper. Lo imagina un infeliz, alguien que no entendió el sentido de la vida. Cansa en las mesas de la política escuchar referirse con admiración a la fortuna que acumuló tal o cual funcionario. Esa categoría impera o al menos se fue imponiendo desde el regreso de la democracia. Los operadores, personajes que intermedian entre el gobierno y las empresas, fueron desalojando a los políticos. Hace muy poco tiempo volvieron a recuperar espacio las ideas; los economistas habían impuesto sus propuestas por encima de la política y los empresarios militaban en sus “partidos”, los negocios. El pragmatismo fue devorando al pensamiento. Nuestros políticos eligieron enriquecerse y, por ese camino, cedieron el espacio del Estado y el debate a los aficionados. (Al menos mayoritariamente).
Y en el mundo de los triunfadores no importa cómo llegaron, alcanza con estar sentado sobre fortunas que nunca necesitan ser justificadas. Las ideas fueron sustituidas por las complicidades.
Cuando uno expresa ideas, consideran que es un charlatán; sólo los negocios y los números son el camino a la verdad. Enamorados de Miami y del Golf, la vía al éxito implica la exacerbación del egoísmo. Es muy difícil encontrar un empresario que piense; es una tarea decorativa que intentan dejar en manos de sus gerentes. Y es complicado imaginar una democracia capitalista sin que se comprometa la burguesía o sus parientes. Cuando la democracia reinicia su camino, enfrenta el juicio a las Juntas. Fue una pulseada donde las culpas de muchos, por haber sido coetáneos y a veces complacientes con un genocidio, llamaron a silencio a demasiados. La dictadura se había llevado para siempre a lo peor de la derecha, pero dejó un lugar excesivo e injusto a sus víctimas. En rigor, ni siquiera la dirigencia guerrillera sobreviviente estaba en condiciones de defender su supuesta propuesta. Fueron los deudos, las Madres y las Abuelas las que se convirtieron en la expresión de la dignidad. Pero todo fue al costo de dejar de discutir ideas e imponer un pragmatismo oportunista; una culpa explotada como resentimiento con derecho a exigencias. Fue como si la guerrilla no tuviera obligación de autocrítica. Y luego, un oportunismo sin complejos que les otorga un espacio secundario de poder a cambio de asignarle un sello progresista a la ambición de un pragmatismo sin límites.
Si las ideas habían llevado al genocidio, los intereses prometían su paraíso de ganancias. La Coordinadora Radical y la Renovación Peronista, que imaginaban ser la expresión de la nueva dirigencia, desertaron de la política- en muchos casos- seducidas por el mundo de los negocios. En su mayoría es la dirigencia hoy ausente. El pragmatismo usurpó el nombre del peronismo para hacer liberalismo con Menem y autoritarismo conservador con disfraz progresista con los Kirchner. Liderazgos sin contenido nos llevaron a perder dos décadas que fueron de avance y crecimiento en la mayoría de los países hermanos.
El pragmatismo no soporta ningún principio ético, ni mucho menos lo necesita. La ética exige que la dirigencia asuma la responsabilidad de pensar un proyecto de futuro, convoque a los mejores y sueñe con trascender por esa causa. Esto implica participar de un sueño colectivo que instale la superioridad del proyecto sobre el bienestar personal. El poder es una conciencia, pero en su degradación y contracara es una acumulación de recursos para imponer una voluntad. Hay un poder de las ideas que no imagina ni necesita rentas y hay un poder del dinero que no soporta a las ideas. Es por amor o por plata. El amor exige el sueño de lograr un futuro con consenso mayoritario y con logros concretos. Y eso no es sólo un problema de gerenciamiento, es mucho más que eso, demasiado, es ser capaz de pensar una sociedad que incluya a todos. Hay un vacío de políticos capaces de luchar por el futuro sin mejorar su propio presente. Hay una ausencia de dirigentes que se hagan cargo de diseñar un país mejor, lo conviertan en una causa colectiva y se enamoren de ella. Pareciera que el camino al poder exige el peaje de la riqueza personal. Y que la riqueza material sustituya a la de los verdaderos dirigentes, a aquellos capaces de poner al conjunto por encima de sus propias necesidades. Eso es posible y necesario, y quienes lo logren podrán trascender y disfrutar de la vida mucho más que aquellos enfermos de amor por el dinero. La ambición es una virtud que suele convertirse en enfermedad. Y genera un mundo de cómplices. La política está por encima de esa limitación. Es como la poesía, imposible sin vocación ni talento. Y por suerte pareciera que la estamos recuperando.