Por: Julio Bárbaro
Lo malo de los Gobiernos fracasados es que suelen arrastrar sus ideas o las que dijeron que los guiaban al fango de su propia derrota. El Gobierno de Cristina Kirchner, que por suerte nos dejó, expresaba como pocos esta mezcla absurda de ideales dignos con ejecuciones desastrosas. La dictadura de los setenta fue tan genocida con la guerrilla que terminó destruyendo para siempre el lugar de las Fuerzas Armadas y devolviéndole a la guerrilla un prestigio de víctima respetable que era discutible su merecimiento. En eso el kirchnerismo ocupó un espacio desde ya menos nefasto, pero también lastimó con dureza aquellos principios que decía defender.
Si la desmesura de Domingo Cavallo y Roberto Dromi por destruir el Estado les dejó a los Kirchner un enorme espacio para ocuparlo, la manera agresiva y corrupta con la que el matrimonio degradó la función pública le deja al PRO un enorme margen para recuperar el lugar del mismo Estado expulsando a los negociantes que lo usurparon. Ahora vuelven los fanáticos del liberalismo como religión de los ricos, fe donde los gerentes ofician como sus sacerdotes. Esta caterva de personajes menores no llega a comprender que el Estado y lo privado son instrumentos de la política y no dogmas salvadores de ninguna sociedad.
Así, en su barrido amplio no dejan de criticar al Santo Padre, como si el mundo que nos regalan los capitales concentradores fuera un paraíso envidiable con el solo ejercicio de compararlo con el atraso en otros continentes. En esa barrida donde todo vale abusan de la palabra “populismo” como nombre genérico de toda experiencia coronada por el fracaso. Desde ya resultan indefendibles las propuestas de Hugo Chávez en Venezuela como la de los Kirchner en nuestro país, pero a no olvidar que mucho de lo surgido en estos supuestos líderes es el fruto del fracaso liberal.
Debemos entender de una vez por todas que todo exceso corre el riesgo de engendrar lo contrario a lo que intenta promover. Si no, miremos el ejemplo de la talentosa ley de medios que, pensada para destruir al grupo Clarín, logró encumbrarlo y dejarle en sus manos la absoluta mayoría de la audiencia. Gastar fortunas en financiar alcahuetes y obsecuentes termina coronando los espacios donde se sostenga la rebeldía. Cristina compraba los micrófonos sin darse cuenta de que al hacerlo espantaba las audiencias.
Ahora viene la hora de los liberales, esos que le echan toda la culpa al estatismo y olvidan que con cada golpe de Estado ensayaron sus formas de salvar a la patria y, al igual que todos los oficialistas, se terminaron salvando ellos. Hasta que Carlos Menem les regaló la experiencia increíble de gobernar en democracia, hasta esa novedad en sus vidas, los liberales de todas las razas solamente conocían la asociación con los golpes de turno.
Y queda la experiencia de los chinos, que asombran al mundo sin achicar el poder del Estado. Pero Néstor y Cristina destruyeron el estatismo al utilizarlo para cualquier cosa menos para integrar a los caídos. Las bandas de supuestos militantes al servicio de sus propias familias y conocidos, esa invasión que ocupó el Estado en nombre de los necesitados, esa injusticia debe ser superada.
La experiencia demuestra que ni el estatismo ni el liberalismo son las vías para construir una sociedad más justa. Son instrumentos al servicio de una causa, pero no hay recetas salvadoras. La política debe ser la manera de imponerse por encima de ambos. El estatismo suele caer en manos de la burocracia, el liberalismo termina en la concentración económica al entregarle el poder a la ambición de los privados. El gobernante no puede pertenecer a una de esas dos escuelas, debe estar por encima y utilizar en cada caso la mejor herramienta.
El comercio es un buen ejemplo, se ha concentrado de semejante manera que deja libre la opción de las verdulerías, y estas serían el último recurso de los espíritus inquietos. Ya ni los bares ni los quioscos resisten el avance de la concentración.
La iniciativa privada es el motor de una sociedad, contra ella confrontan las burocracias y los capitales concentrados. La política está demasiado por encima de los dogmas. Como todo saber, no puede guiarse por recetas. Necesitamos superar el kirchnerismo sin correr el riesgo de retornar a ninguna variante del economicismo liberal. Es tiempo de generar una síntesis superadora, es tiempo de la política. A los estatistas, lo mismo que a los liberales, les podríamos decir, sin temor de equivocarnos: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Salvo casos de amnesia, no imagino que ninguno se atreva.