Por: Julio Bárbaro
En la vida recorrí demasiadas ideologías, creencias y pasiones. Hubo un ayer donde “la causa” era una pertenencia obligada de una generación de jóvenes dispuestos a transformar el mundo. Católicos o ateos, trotskistas o marxistas, derechas o izquierdas, recorríamos las ideas como el territorio obligado del compromiso político. En el 73, electo diputado, pasé más de un mes en la Cárcel de Trelew, con detenidos que solo encontraban en la violencia la vía al futuro. Acompañé desde allá a los dos primeros aviones de liberados; viví de cerca el conflicto con la democracia de muchos de aquellos que la imaginaban un despreciable rumbo reformista. Tengo horas de charlas y discusiones con militantes románticos más atravesados por la voluntad de entrega cercana al suicidio que por la misma ambición de poder. Eran muchos grupos -algunos pequeños- donde el “Che” Guevara era imitado por demasiados; y luego las infinitas tesis que debatían los caminos hacia la toma del poder.
Nunca acepté el ejercicio de la violencia y tampoco dejé jamás de ayudarlos en sus dificultades, pero nunca en sus demencias. Conservo hoy la amistad de muchos de ellos, de los mejores, los que jugaron fuerte y no cayeron nunca en la tentación de vivir de los recuerdos o encontrar un destino en el simple victimizarse.
Hasta a los del Partido Comunista de otros tiempos, los de en serio, tuve como amigos; a su conducción de entonces, Fernando Nadra, le presenté un libro en plena Dictadura. El sueño de la revolución era un espacio infinito donde todos sabíamos respetarnos y ayudarnos, y también intentar enfrentar los errores. Cuando volvió la democracia ya hubo algunas deserciones, románticos transformados en triunfadores económicos, antiguos guerreros devenidos en ricos ambiciosos. El menemismo se llevará algunos otros, y luego, este triste final del kirchnerismo, ese espacio que arrastra historias pero también lastima y mucho al volverse tan difícil de entender.
Mi comprensión fue amplia, tanto como mi capacidad de asombro. Jamás estuvo en nuestros debates la caída fatal del mundo comunista, solo estaba el peso místico de su expansión ilimitada. El marxismo ateo jamás soñó ser derrotado para siempre por la fe, el Papa y el capitalismo. Pero esa es la realidad, un Presidente del imperio nos visita después de cerrar con su saludo la última etapa del pretendido y agresivo socialismo.
Y en esa apabullante realidad, el kirchnerismo se convierte en una convicción absurda e incomprensible que amontona ambiciones económicas desmesuradas y las mezcla con restos fósiles de lejanas militancias derrotadas. Y ahí si mi comprensión se cierra, es imposible como absurdo imaginar que semejante cambalache de negocios y prebendas pueda terminar ocupando el lugar de suplente del viejo espacio de los sueños de ayer.
Siento que todo fue comprensible y hasta explicable, menos el kirchnerismo, ese me supera por lejos, me deja un aroma a sin razón, o simplemente a mera justificación de un poder permisivo que les dio un lugar a algunos sobrevivientes dispuestos a dejar de lado sus mismos sueños y también la dignidad.
Siempre queda la historia: ni los Kirchner ni sus aliados se jugaron jamás en la difícil, lo permanente fueron los negocios, el juego y la obra pública, y lo casual fueron los derechos humanos, recuperación tardía y deformada que dejó fuera del respeto colectivo a lo más digno que habíamos logrado forjar. Como diría el viejo Discepolín, “Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida”. En ese espacio quedaron amontonados viejos sueños con algunos bohemios y mayoritarios personajes hijos de la más espuria escuela de la ambición.
He transitado el desafío de cruzarme en los caminos de muchos apasionados por forjar un mundo nuevo; a muchos los pude llegar a comprender, a otros ni siquiera lo intenté pero jamás deje de respetar y hasta a veces admirar su compromiso, pero al kirchnerismo no le quedó un lugar en mi pretendida amplitud mental. Para mi gusto, lo esencial fueron los negocios, y los discursos tan solo una cobertura de los mismos. Los discursos y las pretensiones progresistas y hasta izquierdistas nunca fueron reales.
Eligieron como enemigo al disidente y se convirtieron en cómplices de todos los negociados. Solo pensar y opinar distinto fue motivo de persecución; el resto, capitales concentrados e injusticias varias, esas no fueron tocadas en la misma medida en que los que saquean suelen hacer silencio para no llamar la atención. Y eso fue el kirchnerismo, al menos para mí, una degradación de la mística al servicio de los peores negociados. El kirchnerismo fue una enfermedad pasajera de la política, oscuro fruto de la peor enfermedad, el autoritarismo, que puede engendrar el poder. Hoy gobierna la centro-derecha y respeta la democracia. Esa y no otra fue la razón por la cual el capitalismo derrotó a sus enemigos. Por eso ganó Macri, por eso lo volvería a votar, y en ese espacio necesitamos exigir y forjar ahora el camino democrático hacia la justicia social. Ese que si hubiera ganado Scioli nunca se habría vuelto posible.
Cristina nos dejó una secta como legado, un conjunto de personas que necesitaban creer en algo, y como toda secta es inmune a la realidad. Los delitos quedan al desnudo, los fanáticos siguen aplaudiendo; es bueno que lo hagan, solo tienen vedado pensar.