Argentina, la esperanza siempre frustrada de Latinoamérica, se ha votado una nueva oportunidad. No puede desperdiciarla. Y la responsabilidad para que ello no suceda no es sólo del nuevo Gobierno que asuma, sino, más que nunca, de todos los ciudadanos, que deben controlarlo. Si desperdiciamos esta nueva esperanza, caeremos inevitablemente en la decadencia, a cuyas puertas hemos estado.
Tenemos la oportunidad de transformar la Argentina en un país normal y luego en uno excepcional. La materia prima está. No son solamente ni principalmente los extraordinarios recursos naturales, que siempre estarán. La naturaleza es siempre joven. Son sobre todo la calidad y la enorme capacidad de los argentinos, sólo desplegada tímidamente.
No hay virtualmente arte, ciencia, profesión o deporte donde no destelle algún compatriota. Reflejo de una población de buena madera, esforzada, trabajadora, esencialmente honesta y solidaria, que tiene el sueño de progresar a través del esfuerzo y el mérito. De que ellos y sus hijos tengan un mejor presente y un futuro también mejor, y sustentable. Debemos preservar e incentivar esas capacidades individuales para que destilen en el éxito colectivo de una sociedad que merece mucho más que lo que ha obtenido en las décadas pasadas.
La tarea por delante es ardua, pero los resultados a obtener son un gran aliciente. Llevará no menos de un período presidencial reordenar la economía, pasar a tener una performance normal, asegurar el crecimiento y recuperar plenamente las instituciones republicanas. Y bastante más de un período recuperar la cultura del esfuerzo, del trabajo y de la movilidad social.
Pero cada año será posible lograr un avance apreciable. Y las sociedades, como las personas, no valen solamente por lo que son, sino sobre todo por aquello a lo que aspiran. Es una gran oportunidad para que la sociedad supere, por el aprendizaje que hubo, las falencias de los distintos Gobiernos precedentes: los enormes déficit fiscales, los impuestos excesivos y distorsivos sin contrapartida en bienes públicos al menos dignos, la falta de federalismo económico, el gasto público ineficiente y poco transparente, la inflación y la destrucción de la moneda, el raquitismo del ahorro financiero local, la falta de crédito de largo plazo. Sin contar el alquiler de ideologías, partidos y dramas para obtener poder político y económico, el sometimiento a la pobreza y la indigencia de amplias capas de la población, la desunión de los argentinos, el insólito aislamiento internacional y alejamiento de Occidente.
Pero una pieza esencial de un proyecto de esta naturaleza tiene que ser la reintroducción de altos estándares morales en la administración pública y en el comportamiento del sector privado. La administración del Estado por parte del Gobierno, y también los demás poderes, debe ser austera, eficiente y transparente, sin excepciones. Deben arbitrarse los medios para que esa austeridad, esa eficiencia y esa transparencia puedan ser adecuadamente auditadas y los resultados de esas auditorías sean fácilmente accesibles y comprensibles para cualquier ciudadano.
He sugerido oportunamente que el Estado en todos sus niveles jurisdiccionales debe comprometerse con cada presupuesto en una clara, explícita y detallada señalización de metas, para que los ciudadanos puedan evaluar periódicamente su cumplimiento y exigir y votar en consecuencia. Los objetivos demasiado generales alimentan el uso discrecional de los fondos públicos. He propuesto también que las auditorías públicas se complementen con auditorías privadas, contables y de gestión, en todos los estamentos del Estado y en los tres poderes públicos.
Se ha venido publicitando la idea de que la política debe preceder a la economía. Pues bien, es hora de que la gestión eficiente y transparente se apodere de la política. Esto es lo que no ha comprendido el sciolismo, que ha hecho campaña pidiendo un nuevo cheque en blanco para la política tradicional, cheque que las mayorías se han resistido a extender.
En paralelo, el sector privado y demás sectores de la vida social deben aceptar actuar en un marco competitivo. No más capitalismo de amigos o capitalismo prebendario. Ni subsidios indiscriminados no justificados ni sujetos a un escrutinio racional. Las actividades que requieran una protección especial deberán comprometer un cronograma de inversiones y un aumento de eficiencia para que luego de un período razonable estén en condiciones de competir abiertamente. Y este desafío de transparencia, gestión eficiente y capacidad debe ser extensivo al sindicalismo y a todos los poderes y las jurisdicciones subnacionales, así como a las organizaciones sociales donde existen estructuras corporativas, como los clubes de fútbol y las instituciones educativas.
Pero el reordenamiento de la economía, su normalización y la reasunción de crecimiento no pueden ser, ambiciosas como son, las únicas metas del futuro de Argentina. Hay que subir y mantener alta la vara. Las metas deben ir más allá y contemplar cómo Argentina incorpora las nuevas tecnologías que aceleradamente cambian el perfil de la economía internacional, y cómo se integra a las alianzas económicas y financieras que van surgiendo en Oriente y Occidente.
Y, finalmente, la lucha contra la pobreza es prioritaria, pero no puede ser el único objetivo. Debemos alcanzar una sociedad afluente, donde la salida de la pobreza sea sólo el primer paso hacia niveles siempre superiores, y ofrecer también oportunidad de progreso a todos aquellos que ya están en las clases medias, para que con el crecimiento económico del país y de sus habitantes puedan extenderse la educación y la cultura.
Nos merecíamos una nueva oportunidad. La obtuvimos. Aferrémonos a ella.