Por: Luis Rosales
En Miami, donde me encuentro presentando Francis. A Pope of Our Time, la biografía en inglés del Papa Francisco que escribí especialmente para éste, el mercado editorial más grande del mundo, estuve pensando bastante cómo titular esta nota. La tentación de utilizar el significado del apellido del presidente venezolano siempre es grande. Ya lo hicimos antes, cuando apenas asumía su controvertido mandato, decíamos: “El plan de los Castro para la América Latina, ya está Maduro”… Y los hechos posteriores muestran que no nos equivocamos.
Siguiendo el manual del buen marxista, el sucesor de Chávez pareciera estar tensando la situación para intentar generar las condiciones necesarias a fin de poder instalar la llamada “dictadura del proletariado”, instancia imprescindible para derivar luego en la utopía socialista de la que él siempre estuvo convencido. Todos los países que experimentaron gobiernos de este tinte siguieron más o menos el mismo camino. La Unión Soviética, sus naciones satélites de Europa del Este, Vietnam, Camboya, Corea del Norte, los experimentos africanos, Cuba y sigue la lista. Siempre se sostuvo que una vez que llegan al poder, aunque lo hagan por elecciones libres, no se van nunca por medios democráticos. En aras de la transformación de la injusta y para ellos perimida sociedad burguesa y capitalista, suprimen libertades individuales, asfixian a la prensa independiente, nacionalizan y estatizan la economía y hasta suspenden las elecciones o las transforman en verdaderas parodias dominadas por el partido único de gobierno. El problema es que esta visión revolucionaria, las nuevas burocracias socialistas siempre tienen un buen pretexto o una buena amenaza para seguir aferrados al poder y nunca se dan las condiciones suficientes para terminar con esa etapa transicional de gobierno autoritario. Se reemplaza un sistema imperfecto por otro mucho peor, plagado de abusos, autoritarismo, ineficiencia económica, corrupción y mayores desigualdades. En el mundo entero todos los casos terminaron igual. Venezuela, en la que los bolivarianos nunca aplicaron esta receta en extremo en vida de Chávez, ahora con Maduro no parece ser la excepción.
La patria de Bolívar vive hoy días muy tristes y complicados. La paciencia de millones de sus habitantes ha llegado a un límite peligroso. El gobierno, en vez de poner paños fríos y descomprimir, alienta y alimenta el conflicto. Un país partido en dos, que trágicamente se encamina hacia situaciones por nadie deseadas. Maduro llegó al poder en unas elecciones muy controvertidas. La mayoría de los líderes opositores, como también sus seguidores y votantes, están convencidos que se las robaron impunemente, demostrando una vez más que es muy difícil que un marxista reconozca una derrota electoral. La insoportable presión de los medios oficialistas que ahora son la enorme mayoría, sumado a los militares, leales al chavismo y armados hasta los dientes y una Justicia absolutamente imparcial y prostituida, hizo que finalmente se dejaran de lado todas las quejas y denuncias de fraude. La muy rápida decisión de la comunidad de naciones sudamericanas de reconocer a Maduro sin ninguna objeción también alimentó esta sensación de desprotección y desamparo que experimentan millones de venezolanos.
Durante los meses siguientes, la oposición fue tomando diferentes perspectivas respecto de este asunto, todo agravado por la espiral casi explosiva de crisis económica con altísima inflación combinada con un crecimiento alarmante de la inseguridad ciudadana. Los más moderados, encabezados por el gobernador del Estado de Miranda y ex candidato a presidente Henrique Capriles, creen que con el diálogo lograrán convencer al gobierno de enderezar el rumbo y piensan que podrán eventualmente derrotarlo y reemplazarlo a través del voto popular.
Los más radicales, representados por Leopoldo López, sostienen un curso de acción diferente. Considerando que el régimen es ilegal desde su propio origen y viendo que en vez de avanzar hacia soluciones lógicas de estos gravísimos problemas, el presidente Maduro redobla la apuesta, recurren a la protesta ciudadana para conseguir los mismos objetivos. Menos confiados que sus otros aliados, están convencidos que sin una presión fuerte Maduro no reaccionará y nunca entregará el poder por más que se le sigan ganando elecciones.
Conozco a Leopoldo López desde hace años. Desde cuando era alcalde del Chacao, uno de los municipios en que se divide el Gran Caracas y yo asesoraba como consultor político en una de las tantas elecciones presidenciales en las que con bastante transparencia Chávez reafirmaba su liderazgo nacional. Puede considerárselo como una víctima importante del chavismo. En una práctica muy extendida del régimen, López, una de las tres personas más populares de la política venezolana, fue proscripto para ejercer cargos públicos, en un muy controvertido fallo judicial, por causas irrelevantes, justo cuando las encuestas lo mostraban como el sucesor natural de Chávez, aun por encima de Capriles.
Desde entonces supo esperar y dar pasos al costado. Cuando era evidente que ni siquiera la fuerte declaración de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contraria a su proscripción haría cambiar de opinión al gobierno, dejó de competir en las primarias por la presidencia y sumó sus fuerzas a las del quien terminara siendo el candidato opositor único. A pesar de que ahora el Presidente lo califica de fascista, construyó un partido moderno y progresista, que muchos consideran de centroizquierda democrática. Leopoldo es un dirigente preparado y profundamente democrático. Nada que ver con ese monstruo violento que la enorme maquinaria de la propaganda oficial quiere mostrar.
López, quien estuvo varias veces en la Argentina denunciando los abusos del chavismo, ejerce un liderazgo muy potente entre los jóvenes y los estudiantes, verdaderos protagonistas de estas revueltas y protestas ciudadanas. Hartos de lo que ellos consideran abusos, mentiras flagrantes y errores garrafales del gobierno decidieron tomar la calle. En una actitud parecida a lo que sucediera en Egipto y que terminara con los 30 años de la autocracia de Mubarak, desafían por igual a los policías y las bandas paramilitares chavistas, armadas (en todos los sentidos) desde hace años por el propio gobierno como forma de imposibilitar una hipotética invasión norteamericana. La reacción y represión del gobierno fue absolutamente desmedida.
El tiempo dirá si el futuro próximo nos permite seguir relacionando a Caracas con El Cairo, o si por lo contrario, el gobierno de Maduro se decide a escuchar el reclamo, dejar de reprimir, permitiendo que la situación comience a normalizarse. Por el bien de toda la región y por la paz de nuestra tierra hermana y querida de Venezuela, todos esperamos que el presidente Maduro finalmente recapacite y cambie.