Por: Luis Rosales
En una increíble coincidencia temporal, los dos socios más importantes de la Argentina dentro del Mercosur, Brasil y Uruguay, decidieron este domingo su futuro político.
En ambos casos, los oficialismos de centro-izquierda que gobiernan desde hace años enfrentaron duros desafíos electorales por parte de las fuerzas opositoras tradicionales. Pero no todo fue color de rosa para Dilma y Tabaré. La brasileña fue reelecta con el resultado más parejo de los últimos años, dejando un país profundamente dividido y con denuncias de corrupción que la salpicaron en forma personal. El uruguayo si bien quedó cerca de su consagración, deberá competir nuevamente en un ballotage con el joven blanco Lacalle Pou y perdió la mayoría parlamentaria de los últimos diez años.
Pero como goles son amores y finalmente se gana o se pierde por un voto, tanto en el gigante sudamericano como en el pequeño santuario rioplatense no puede negarse que se impuso la continuidad. De la misma manera, los desafíos potentes de las fuerzas tradicionales de derecha provocaron también que ambos modelos de gobierno tuvieran que exhibir y encarnar claras promesas de cambio y renovación, principalmente de estilos. Esta es tal vez la primera enseñanza que estas elecciones le pueden dejar a la ansiosa opinión pública argentina, que en una especie de espejo geográfico y temporal intenta verse reflejada para saber que podría pasar con nuestro destino dentro de un año, allá por octubre del 2015. Tras una fuerte pelea, nuestros socios se definieron por muy poco por la continuidad con cambio.
El otro aspecto común y a tener en cuenta es que finalmente en ambos países se consolidó una seria e institucional oposición de centro-derecha, que ha logrado representar a casi la mitad de los electorados pero que claramente fueron liderados por las fuerzas tradicionales. Los experimentos nuevos, que como Marina Silva, parecían poner en jaque a todo el sistema político, fueron barridos a la hora de buscar una verdadera opción a los que gobiernan desde hace más de una década desde Montevideo y Brasilia. En un bando y en el otro se impusieron las instituciones por sobre los personalismos. Brasil y Uruguay pueden finalmente exhibir un sistema político que les asegura un equilibrio de poder y la posibilidad de una alternancia futura. No hizo falta que oficialistas y opositores se disfrazaran de lo que no eran por consejos de los gurúes del marketing electoral. Las cosas quedaron claras y las fuerzas contradictorias del cambio y la continuidad, de modelos, valores y estilos confrontaron y finalmente se combinaron.
La clave para poder decodificar estas elecciones pasa por comprender el mandato que ambos pueblos fueron gestando para el tiempo que viene. Las subas y bajas en las encuestas, principalmente las brasileñas, marcaron que los partidos y sus candidatos tardaron un tiempo en entender esta premisa y ajustar a ella sus propuestas. El mandato era claro. Los dos electorados eligieron a quienes mejor les garantizaban la posibilidad de mantener los logros de los modelos de gobierno pero que a la vez les aseguraran varios ajustes y cambios necesarios. En Uruguay, la sola presencia y recuerdo de un más moderado Tabaré Vazquez bastó para que se impusiera sin mayores contratiempos. En Brasil, los sustos y subibajas de todo el proceso obligaron al PT y a su candidata Dilma a ir sintonizando más finamente con esta premisa. Algo nada fácil por la sutileza y el equilibrio necesario entre esas dos tendencias aparentemente contradictorias.
Tal cual lo que muchas veces ha sucedido en el marketing comercial, brasileños y uruguayos eligieron gobierno como los consumidores eligen un jabón en polvo de marca conocida, que se relanza anteponiendo la palabra nuevo a su nombre tradicional y que les asegura que sigue siendo el mismo, pero ahora con verdes ensolves que atacan directamente a las manchas más rebeldes. El tiempo dirá si los argentinos decidimos seguir el mismo camino y nuestro próximo presidente termina siendo aquel que mejor sintonice con ese mandato de continuidad con cambio.