Por: Luis Rosales
Nota escrita en colaboración con Raúl Aragón
En sistemas presidencialistas tan fuertes como el argentino, para entender una elección crucial como la que estamos viviendo no alcanzan los categorías normales del marketing y el análisis político. En momentos claves como estos, los electorados van analizando, decidiendo y construyendo algo mucho más profundo que elegir a un hombre o una mujer para que los gobierne por los próximos cuatro años.
El mandato consiste en un número limitado de factores, si no uno, muy generales y referidos normalmente al mediano plazo, que justifican las razones por las que las mayorías optan por algunas de las opciones que compiten por el poder. Los votantes, cada vez más escépticos, entienden que las cosas son mucho más sencillas de lo que parecen. Saben que es muy poco probable que los candidatos puedan cumplir acabadamente con sus enormes listas de promesas. Vislumbran que en cada elección es bastante limitado lo que está en juego y que cada uno de los contrincantes cumple un rol claro, que surge como consecuencia de una mezcla de su personalidad, sus programas, sus ideas, sus antecedentes y su construcción política.
El mandato es una especie de contrato que la ciudadanía celebra con cada gobernante para que cumpla una serie de objetivos de alto nivel y satisfaga algunas necesidades muy concretas. En general, se va gestando desde la propia campaña electoral y se efectiviza el día de los comicios, cuando se consagran las mayorías y las minorías. Una vez en el poder, rápidamente se verifica si se va cumpliendo en la realidad y, en caso contrario, se gestan grandes frustraciones. La enorme paradoja de este tema es que este cheque en blanco también puede desvanecerse por satisfacción total. Si el objetivo principal que justificaba a alguien en el gobierno se alcanza en forma definitiva, “gracias y que pase el que sigue”.
En 1983 los argentinos elegían a Raúl Alfonsín para recomponer el tejido moral básico de la sociedad, para recuperar los derechos humanos fundamentales. Una vez que la democracia estuvo consolidada, sintieron que necesitaban algo más que lo que él les podía ofrecer. Sus desmanejos económicos, hiperinflación mediante, permitieron que llegara al poder Carlos Menem, con la sola promesa de que no los iba a defraudar al poner en práctica su “revolución productiva”. Algo que el riojano cumplió, con la convertibilidad. Mandato tan potente que disimuló cualquier otra consideración. Una vez que ese monstruo estuvo abatido, se comenzó a pedir por el saneamiento de las prácticas políticas y apareció Fernando de la Rúa. La frustración que generó su salida anticipada y el derrumbe casi completo de todo el sistema provocaron un gran vacío de poder. Después de la crisis del 2001, la era K se inició casi sin mandato, ya que Eduardo Duhalde fue el arquitecto y el obrero de la llegada de los santacruceños.
Por eso Néstor Kirchner, muy hábilmente, lo construyó en los primeros meses, dotando de poder a la institución presidencial y recomponiendo el tejido social totalmente dañado después de la caída de la Alianza. Ya por el 2007 se empezó a sentir que había que descomprimir las tensiones y las divisiones que se habían generado, por eso se aceptó la idea de Cristina Kirchner, Julio Cobos y vos. Poder compartido y transversal, promesas que al poco tiempo se dejaron de lado. De allí los subibajas permanentes de la gestión de la señora. De sus dos mandatos originales, el de la integración social se mantuvo y acrecentó, pero el otro, el de la tolerancia y el diálogo, se hizo añicos. La muerte de Néstor cambió el panorama por completo y humanizó ad infinitum a su viuda, que fue apoyada masivamente en su reelección.
Llegamos así al fin de la tercera presidencia K. Los argentinos, al igual que aconteciera hace poco con los brasileños, los uruguayos y otros latinoamericanos, se debaten entre dos conceptos antagónicos: la continuidad y el cambio. Hay momentos en que parece imponerse uno sobre el otro. Pero tanto en aquellos casos como en el nuestro, el asunto no es tan en blanco y negro. El mandato es mucho más coherente con la gama de los grises. Por eso van sobreviviendo en las primeras posiciones candidatos que confluyen en la moderación y que se parecen tanto entre sí.
El modelo, se sabe, ha causado agotamiento en la sociedad. No específicamente por sus logros o sus carencias, sino quizás por su duración récord en la historia, tras doce años de estilo K. Entonces se impone la idea de cambio. ¿Pero cambio de qué?
Esto lo preguntamos a lo largo de los últimos tiempos en tres ocasiones para evitar la dicotomía de cambio o continuidad, que consideramos falsa por su extremo rigor. Preguntar si se quiere reemplazar todo o seguir exactamente igual nos impediría detectar matices y en consecuencia registraríamos una imagen equivocada del estado del imaginario colectivo.
Así, la pregunta ofrecía cuatro categorías de respuesta: a) continuar el modelo y no cambiar nada, b) cambiar algunas cosas y mantener la mayoría, c) cambiar la mayoría y continuar con algunas, y d) cambiar todo y cambiar el modelo.
En las tres mediciones, tomadas con varios meses de intervalo entre una y otra, registramos (en promedio) la siguiente frecuencia de adhesión: a) continuar con el modelo y no cambiar nada: 15%, b) cambiar algunas cosas y mantener la mayoría: 35%, c) cambiar la mayoría y mantener algunas: 25% y d) cambiar todo y cambiar el modelo: 21%. A ello debemos sumar un resto de 4% que no puede decidir. Un 60% reclama algún grado de cambio.
Pero también indagamos acerca del modo en que se prefiere que esos cambios, pocos o muchos, sean realizados. En promedio, el 67% de la población prefiere que se realicen gradualmente, mientras que sólo el 25% opta por una solución drástica.
En conclusión, más allá de los reclamos por la inseguridad o la inflación, el consenso mayoritario, el mandato profundo que parecería gestarse es el de un cambio parcial realizado gradualmente. Por ello, podría afirmarse que el próximo presidente será aquel que les asegure a los votantes la alquimia adecuada para poner en práctica este delicado equilibrio.