Hace escasas horas, la Duma de la Federación Rusa autorizó al presidente Vladimir Putin a movilizar tropas a la frontera ucraniana para controlar la situación política derivada de la crisis desatada en Kiev en las últimas semanas.
El frágil gobierno provisional ucraniano, formado hace escasos días tras la huida del presidente depuesto Victor Yanikovich, acusó al Kremlin de provocar un conflicto militar en la frontera al pretender invadir la península de Crimea. En tanto, el presidente Barack Obama ha dicho el viernes 28 que “cualquier violación de la soberanía ucraniana tendrá sus costos”. En una sesión de urgencia, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas expresó su preocupación el pasado sábado. Como es sabido, allí dispone Rusia de poder de veto.
Los sucesos en Ucrania retrotraen la memoria, automáticamente, a 1968.
Entonces, el 20 de agosto de aquel año, la Unión Soviética invadió Checoslovaquia con el objeto de reprimir el movimiento político de liberación encabezado por Alexander Dubcek y que pasaría a la historia con el nombre de “Primavera de Praga“. El “socialismo con rostro humano” propuesto por Dubcek tenía a su vez una reminiscencia a los sucesos de Hungría de 1956. Del mismo modo que doce años antes, Moscú vería los acontecimientos en Praga como una amenaza a su hegemonía y aplicará a denominada “Doctrina Brezhnev” para repeler cualquier intento de sedición o independencia respecto de las directivas de la URSS.
Numerosos historiadores sostienen que, en especial a partir de 1968, se inaugura en la URSS la etapa “quedantista” en la cual la cúpula del poder del Kremlin sólo buscará perpetuarse al frente del sistema y conservar los privilegios.
Quien durante más de veinte años fue embajador soviético en los Estados Unidos, Anatoly Dobrynin, escribió en sus Memorias: “La invasión nos costó política y moralmente. El humor del pueblo checoslovaco se tornó abruptamente en contra nuestro. Una ola de protesta en todo el mundo recorrió el mundo. Aún en la Unión Soviética emergieron disidentes por primera vez para demostrar su oposición al gobierno. Aparecieron entonces especulaciones en la prensa occidental y entre funcionarios de países occidentales sobre lo que se dio en llamar “la doctrina Brezhnev”. Si bien tal política nunca fue proclamada o en efecto mencionada en las reuniones del Politburó, pero la determinación de no permitir nunca a un país socialista deslizarse hacia la órbita occidental era esencialmente el sentimiento de quienes gobernaban la Unión Soviética”. (Dobrynin, A.: In Confidence. Moscow´s Ambassador to Six American Presidents, Doubleday, NY, 1995, p. 188).
Ante la decisión de Moscú de movilizar tropas a Checoslovaquia, el líder comunista rumano Nicolae Ceaucescu condenó la invasión. Por su parte, Fidel Castro aceptó -tardíamente- apoyar el accionar de Moscú. Los historiadores sostienen que el apoyo de Castro terminó de mutar su rol desafiante para convertirse en uno de los mayores y leales aliados de la URSS en el bloque socialista. En un contexto general, puede decirse que la invasión soviética a Checoslovaquia provocó serias críticas tanto en Occidente como en varios países con gobiernos socialistas. Los sucesos de 1968 marcarán, al igual que los ocurridos en 1956 en Hungría cuando el líder revolucionario Imre Nagy procuró el retiro del Pacto de Varsovia, la convicción de que no existía tal cosa como alternativas fuera de las directivas de Moscú en la “vía al socialismo”.
Los hechos hoy vuelven a indignar a buena parte de la opinión pública mundial. Sin embargo, a la hora de comprender los sucesos, conviene tener presente una vez más la fuerza inexorable de la cultura política de cada pueblo. Para ello sirve la historia, esa fuente inagotable de lecciones.
El mundo de hoy parece volver a asemejarse a aquel previo a 1989 y las categorías que parecían superadas readquieren perspectiva en esta nueva realidad global. Aquello que Robert Kagan definió como “The Return of History and The End of Dreams“, el surgimiento y la reaparición en la escena mundial de potencias como Rusia o China así lo demuestran.
A pesar de que Churchill dijo alguna vez que Rusia era una suerte de “adivinanza, rodeada de enigmas, envuelta en un misterio”, la actitud hoy adoptada por el presidente Putin, lejos de ser una novedad que sorprenda al mundo, es la respuesta más previsible que surge del fondo de su historia.