Aunque parecen haber quedado en el olvido de un lejano pasado, los sucesos del 13 de noviembre de 1955 merecen ser recordados por su enorme significación en la historia política argentina al punto que algunos de sus efectos siguen teniendo influencia al día de hoy.
Habían transcurrido poco menos de dos meses del derrocamiento del Gobierno del general Juan Domingo Perón cuando el primer presidente del gobierno surgido de la llamada “Revolución Libertadora” fue víctima de un golpe de palacio.
La caída del general Eduardo Lonardi tuvo alcances que superaron con creces el hecho en sí mismo. En las semanas anteriores, se habían perfilado claramente dos corrientes en el seno del Gobierno militar. Por un lado, aparecían aquellos de tendencia nacionalista dispuestos a una cierta tolerancia con el peronismo y los sindicatos y, por otro lado, los liberales (“gorilas”), quienes manifestaban una completa intolerancia al movimiento peronista y buscaban erradicar todo vestigio del régimen depuesto. Como es sabido, la lucha interna en el Gobierno se resolvería con el triunfo de este último sector, precisamente en la fecha del 13 de noviembre, de la cual se cumplen en estos momentos sesenta años.
El sector fundamentalista antiperonista había ganado terreno: el día 10 se había formado la llamada “Junta Consultiva Nacional”, presidida por el vicepresidente Isaac Rojas, un archi-gorila. Con funciones de “asesoramiento” al nuevo Gobierno, esta estaba integrada por Alicia Moreau de Justo, José Aguirre Cámara, Miguel Ángel Zavala Ortíz, Julio A. Noble, Horacio Thedy, Rodolfo Martínez, Nicolás Repetto, Oscar López Serrot, Manuel Ordoñez, Américo Ghioldi y Luciano Molinas. Ese mismo día, renunciaba el secretario de Prensa de la Presidencia, Juan Carlos Goyeneche, un hombre cercano al presidente Lonardi. El sector “liberal” de las fuerzas armadas acechaba al presidente Lonardi. Sus horas al frente del Gobierno están contadas.
El 11 se conoció lo que se daría en llamar el “testamento político” del general Lonardi: un comunicado del presidente provisional en el que intentaba sostener su fórmula de que no habría “vencedores ni vencidos”. Lonardi afirmó: “No es posible calificar de antipatriotas o de partidarios de la tiranía a todos lo que prestaron una adhesión desinteresada y de buena fe” (al Gobierno peronista). Sostuvo: “Las legítimas conquistas de los trabajadores serán mantenidas y acrecentadas”, tal como había afirmado en su discurso de asunción del 23 de septiembre.
Naturalmente, la proclama aceleró el proceso político en el sentido inverso al que procuraba su autor, dado que dos días más tarde, el sector “liberal” de la revolución decidió sin más el derrocamiento de Lonardi y su reemplazo por el general Pedro Eugenio Aramburu, identificado con los antiperonistas más extremistas.
Los hechos se aceleraron: al día siguiente (el 12), Lonardi nombró a Luis María de Pablo Pardo y a Julio Velar Irigoyen como ministros del Interior y Justicia, respectivamente. Los funcionarios designados reemplazaban al ministro Busso (considerado un liberal), quien desempeñaba ambas carteras. El cambio supuso un avance de los nacionalistas sobre los liberales y un fortalecimiento de la figura del doctor Clemente Villada Achával, el influyente cuñado del presidente. Horas más tarde, la Junta Consultiva presionó al reluctante vicepresidente Rojas e impulsó la caída de Lonardi. En la madrugada del día 13 la presión sobre Lonardi se volvió insoportable hasta llegar al punto de provocar su renuncia.
El “Golpe de Palacio” contra Lonardi tuvo lugar cuando las Fuerzas Armadas decidieron destituir al Presidente y cuando, pese a la resistencia de este, se le hizo imposible sostenerse en el cargo. Esa misma tarde, Aramburu, jefe del Estado Mayor del Ejército, asumió la Presidencia.
La caída de Lonardi significó el fracaso del sector nacionalista del Ejército en encauzar la revolución por un carril de mantenimiento de las conquistas sociales del peronismo, si bien sin la presencia de la figura de Perón. A partir de entonces, primaría la tendencia “gorila” que buscaba extirpar todos los vestigios del peronismo existentes en la Argentina.
El historiador radical Oscar Muiño sostuvo: “El lonardismo católico ha intentado en 1955 un peronismo sin Perón. O, en todo caso, un retorno a la alianza de 1944 entre Fuerzas Armadas y pueblo, despojada de sus aristas rebeldes. Un peronismo domesticado, un nacionalismo conservador que ponga en práctica, de modo paternal, las enseñanzas sociales de la Iglesia”.
Su colega María Sáenz Quesada —autora de una importante obra sobre la Revolución Libertadora— sostiene: “Lonardi, inspirado en el concepto de “ni vencedores ni vencidos”, quería retomar el país como lo habían dejado diez años de peronismo y corregir el rumbo con honestidad y buena voluntad. Aramburu aspiraba a volver a fundar negando en bloque lo sucedido en esa década”.
En tanto, en sus Memorias, Sánchez Sorondo señala: “Lonardi corrió la misma suerte que Urquiza: ambos habían obtenido una victoria prestada o aparente porque la batalla se había librado en un campo dialéctico que no les pertenecía y cuyas claves no controlaban. Por eso resultaron instrumentos y no usufructuarios. Hubiera sido distinto el resultado si desplazar a Perón hubiera sido consecuencia de una decisión tramitada dentro del peronismo o si Lonardi se hubiera revelado como un político de excepción. Nada de esto ocurrió”.
Carlos Muñiz dio su versión de los hechos: “Nadie quería sacarlo de la Presidencia. Se le reconocía su jerarquía moral y su calidad humana. El fondo de la cuestión fue que el grupo liberal, la gran masa del gobierno quería sacarlo a Villada. El Bebe Goyeneche no molestaba. Lonardi cambiaba de opinión y eso hacía pensar en la influencia de Clemente. Fue una lástima cómo se planteó el conflicto de intereses. Fue un período terrible con gente de buena fe que operó muy apasionadamente. Así era el viejo gorilismo. Es que el período de Perón había sido muy denso (…) al producirse la revolución, el grupo nacionalista católico tuvo el proyecto de captar el sector popular cuando las heridas estaban demasiado recientes, sin los tiempos necesarios. La frase que sintetizaba la idea ‘ni vencedores ni vencidos’ era del mayor Guevara y estaba en el ánimo de Villada; este era hombre de ideas muy firmes pero se apresuró; su idea, finalmente, fue la que hizo Frondizi”.
En su obra Detrás de la crisis, Emilio Perina sostuvo: “Existe una especie de paralelismo entre las revoluciones brasileñas y argentinas. Pero se trata sólo de un paralelismo cronológico porque, en verdad, son revoluciones que marchan en sentido contrario. El 6 de septiembre de 1930 la Argentina interrumpió el proceso constitucional para desbarrancarse hacia la asonada militar; el 3 de octubre de 1930 el Brasil interrumpió el proceso de las asonadas militares para encauzarse por las sendas de la constitución y de la ley. El 6 de septiembre de 1930 significó, en la Argentina, la reconquista del poder por la minoría o, en otras palabras, la vuelta de los sectores terratenientes a la Casa Rosada. Para el Brasil, en cambio, la revolución de 1930 determinó que los sectores terratenientes, los barones del café, perdieran poder frente a la irrupción del pueblo. El 17 de octubre de 1945 se produjo en la Argentina la revolución que permitió a Juan Perón llegar al poder. El 29 de octubre de 1945 los brasileños hicieron una revolución que destituyó a Getulio Vargas. En otra oportunidad demostraré cuán diversos eran Perón y Vargas y, sobre todo, cuán poco sabemos los argentinos sobre el extraordinario estadista que se suicidó el 24 de agosto de 1954. Por ahora sólo interesa destacar estas significativas coincidencias. Pero, ¿qué pasó en el Brasil después del 29 de octubre de 1945? ¿Se interrumpió el proceso constitucional? ¿Se traspasó el poder a las fuerzas armadas? ¿Se dividió el país entre réprobos y elegidos? ¿Se destruyeron las obras públicas, sin duda colosales, construidas bajo el régimen de Vargas? ¿Se modificaron las líneas permanentes de la política industrial, social o internacional seguidas por el presidente depuesto? Nada de eso. En el Brasil se hizo una revolución como yo pensé que haría el general Lonardi en mi patria. Allí no hubo realmente vencidos ni vencedores. El poder fue entregado de inmediato a la Corte Suprema y seis meses más tarde —entiéndase bien: seis meses— se convocó a comicios generales, presidiendo la Corte Suprema la reforma constitucional sin que hubiera un solo partido o un solo ciudadano interdicto. El telón cayó inexorablemente sobre el pasado y cuando algún fiscal por vía estrictamente jurídica —no política— intentó exigir a los bancos particulares las cuentas de algunos funcionarios de la dictadura depuesta, éstos recurrieron a la Corte Suprema por vía del recurso de amparo, sosteniendo que sus negocios se fundaban primordialmente en el secreto comercial. Y el recurso les fue concedido. En ese clima, los ex funcionarios del régimen echaron las bases de lo que fue luego el P.S.D. (Partido Social Democrático) y las masas y los sectores populares que habían apoyado a Vargas se agruparon en un partido nuevo, el P.T.B. (Partido Trabalhista Brasileiro).”
Perina reflexiona sobre el golpe de palacio del 13 de noviembre: “El golpe de Estado del 13 de noviembre significaba que los hombres que se habían rebelado para destituir a Perón y corregir los errores de su régimen resolvían ampliar sus facultades y se disponían a gobernar transformando toda la estructura económica, política y social de la República. En otras palabras, habían resuelto arrogarse una facultad basada exclusivamente en la fuerza, no en la razón ni tampoco en el mandato histórico de la revolución que habían realizado victoriosamente (…) la política de conciliación definida por el lema ‘ni vencedores ni vencidos’ sería rápidamente sustituida por una persecusión implacable; el odio, como motor del quehacer político, se transformaría en el gran instrumento para una reestructuración económica de fondo; el resentimiento actuaría a manera de esponja destinada a borrar violentamente el pasado, como si ese pasado, con todo lo que tenía de bueno y de malo, no nos perteneciera”.
El golpe de palacio del 13 de noviembre de 1955 supuso la profundización de la política antiperonista acérrima que dominaría la marcha del Gobierno militar de Aramburu-Rojas. Al año siguiente, el régimen ordenaría los trágicos fusilamientos del 9 de junio de 1956 y la imposición del absurdo decreto 4161 que procuraba eliminar para siempre todo vestigio del peronismo. El espíritu revanchista y vengativo que condujo esos hechos sólo consiguió acrecentar el odio y la división de los argentinos, una tragedia cuyas consecuencias aún hoy siguen retumbando en nuestro devenir, impidiendo marchar unidos hacia un futuro mejor.