Hay una moda entre la clase política y el consorcio de adulones que los secundan de usar de forma repetitiva y casi talismánica conceptos referidos a la democracia, como si el solo hecho de repetirlos hasta el cansancio nos hiciera (a ellos y a nosotros) ipso facto más democráticos. Conceptos como “profundizar la democracia”, “democratizar” esto o aquello, “con la democracia se come y se vive” son solo algunos ejemplos del discurso y la praxis política moderna.
Pero la democracia en última instancia se reduce a ser una mera regla operativa por la cual elegimos a nuestros supuestos representantes, para que sean ellos los que administren la cosa pública. Este verdadero ejemplo de división social del trabajo permite reducir el costo de oportunidad social al permitir que cada uno se ocupe de sus proyectos personales delegando en otros el manejo de las cuestiones públicas.
Bajo esta perspectiva los conceptos antes aludidos sobre “profundizar la democracia” carecen de demasiada relevancia, mientras que esta regla se encuentra vigente y operativa. Esto en modo alguno implica aceptar la premisa de que mientras tengamos democracia, y consecuentemente, la posibilidad de elegir a nuestros “representantes”, estos últimos representarán realmente nuestros intereses. Tal es así, que actualmente vivimos bajo un grave problema de representatividad (tal como los analistas políticos definen a este fenómeno) y es raro encontrar a sufragantes que se sientan representados por aquellos a los cuales le han depositado el voto o que sientan que los políticos busquen realmente el bien común (tal las máximas y los embustes que utilizan mientras están en campaña).
Si bien algunos políticos podrían relativizar la “crisis de representatividad” aduciendo la vaguedad del concepto o alegando su subjetividad (que en parte la tiene), la población no estaría tan errada en sentirse defraudada si vemos que desde el retorno a la democracia fue la misma población general la que ha padecido los agudos ciclos económicos de la economía argentina y sus sucesivas crisis, estas últimas corporizadas de diversas formas ya sean bajo hiperinflaciones, megarecesiones, confiscación de depósitos, defaults de deuda pública, megadevaluaciones, confiscación de ahorros previsionales, o bajo algún otro engendro económico. Ante la objetividad de estos resultados calamitosos, y de los cuales la clase política parece haber resultado indemne, no resulta llamativo que gran parte de la sociedad se sienta defraudada. El panorama se agrava aún más cuando vemos que el estilo de vida de los principales políticos profesionales se asemeja más a la de una celebridad del jet set más que al de alguien que dice perseguir el bien común.
Haber vivido bajo democracia tampoco nos ha eximido de observar cómo los últimos gobiernos y su respectivo partido político han cooptado los diferentes estamentos del estado para beneficio personal y partidario, garantizando no solo impunidad y crecimiento patrimonial, sino la consolidación de proyectos políticos unipersonales (y unifamiliares). ¿Si nos han vendido que la democracia es una especie de nirvana social cómo puede ser que hayamos llegado a este estado lamentable, en términos económicos, de representatividad, a nivel institucional y sumergidos en un lodazal de degradación moral y cultural?
Nuestro grave pecado cívico es el haber olvidado que nuestras libertades están inversamente relacionadas con los niveles de concentración de poder absoluto y discrecional de los gobiernos, y que el desarrollo pleno de nuestras capacidades económicas no se desarrollan en el vacío sino cuando existe un marco institucional que permite garantizar nuestra iniciativa y resguardar nuestra propiedad (tanto de los stocks como de los flujos generados).
Por lo expuesto, nos animamos a afirmar que no sólo es importante la vigencia plena de la democracia, sino que más importante aún es vivir dentro de una república, ya que es bajo esta última cuando cobran plena vigencia las garantías constitucionales, la división de poderes, y las diversas declaraciones de derechos y garantías que permiten proteger la vida, la libertad y la propiedad.
No obstante, sugerimos interpretar estas últimas líneas a la luz de las advertencias expuestas por el gran sociólogo argentino Rubén Zorrilla: “…la libertad entraña dosis inmedibles de cuidados, sacrificios y responsabilidad. Es una madre perentoria que nuestras imperfecciones sólo pueden dignificar discontinuamente, a veces sin saber, como sonámbulos. En muchos de nuestros congéneres ni siquiera es así. En ella se estremecen la grandiosidad y el abismo” – La Sociedad del Mal, Grupo Editorial Latinoamericano (2000), 1ra edición, p.12.