Si hace treinta años le hubiéramos pedido a algún observador del primer mundo que describiera la postal típica de cualquier país latinoamericano lo más probable es que hubiéramos escuchado, grosso modo, la siguiente descripción.
Se trataría de un país con acentuados contrastes sociales donde conviven una enorme mayoría de ciudadanos que luchan para escapar de la pobreza y la marginalidad (o para no entrar en ella) junto a una pequeña elite conformada por funcionarios estatales de alto rango, industriales y empresarios mayormente vinculados al poder político, y en el medio una imperceptible y delgada clase media conformada por profesionales y pequeños comerciantes. Las grandes capitales comparten la misma geografía urbana compuesta por las típicas zonas de oficina, pequeños barrios de clase media, y enormes cordones de miseria donde reina la marginalidad y la inseguridad.
Se trata de un país que sufre interminables vaivenes económicos, con recurrentes episodios de auge y depresión. La inflación es un problema crónico, y los bancos centrales son endebles apéndices del poder de turno que financian parte del abultado presupuesto nacional con emisión monetaria. Se cuentan interminables planes de estabilización y cambios de moneda, y la economía por lo general languidece debido a la incertidumbre macroeconómica y las intrincadas e interminables baterías de controles y trabas burocráticas. La deuda pública es siempre un problema latente, el sistema tributario además de injusto es draconiano, y el déficit fiscal del gobierno consume varios puntos de la renta nacional. El crédito es escaso y las tasas de interés son prohibitivas para financiar planes de inversión o consumo. De tanto en tanto surgen nuevos planes de ajuste que terminan irremediablemente en megadevaluaciones, corridas bancarias o crisis de deuda.
En este país representativo la provisión de los principales servicios públicos dependen de colosales monopolios estatales donde conviven la ineficiencia, la corrupción, y una abultada plantilla de empleados públicos contratados con fines clientelares más que por razones de eficiencia operativa. Al ser propiedad del Estado dichas empresas no tienen como objetivo la óptima prestación del servicio sino que funcionan en base a criterios políticos donde reina el despilfarro. Por eso, es usual que dichos elefantes estatales ofrezcan pésimos servicios y generen enormes déficits operativos que son financiados por toda la sociedad mediante el presupuesto nacional. Dentro de dichas empresas también se gesta una nueva oligarquía de empleados vitalicios, cuadros gerenciales conformados por políticos o amigos del partido que gobierna, y una combativa estructura sindical que busca preservar sus privilegios. No es de extrañar que dichas empresas se conviertan en verdaderas cajas negras que succionan crecientes cantidades de dinero provenientes de los impuestos que paga la sociedad.
Además de la inestabilidad económica, se trata de un país con una historia de anemia institucional, donde han desfilado por el poder tanto gobiernos civiles como militares. El sistema democrático exhibe una profunda crisis de representatividad y la sociedad descree de las eternas promesas de cambio que emanan desde los principales partidos políticos. Aunque el voto se mantiene como una vía operativa para elegir a sus representantes, la política es más una discusión retórica estéril mas que un instrumento para canalizar los reclamos de la sociedad. La práctica política está basada en una densa e intricada red de clientelismo donde las adhesiones y los apoyos se logran en base a la billetera y al reparto de planes asistenciales. A su vez, esa misma política es una fuente inagotable de comerciar privilegios, ya sea para los amigos del poder o para los empresarios cortesanos que se benefician con prebendas y exenciones. Así, los escándalos de corrupción están a la orden del día y la imagen es siempre la misma, políticos que utilizan sus cargos para asignar de forma irregular partidas presupuestarias y otorgar licitaciones a sus amigos.
A pesar que los resortes institucionales no funcionan, y donde prácticamente no existe la división de poderes ni los contrapesos institucionales que hacen al funcionamiento de una república y que permiten salvaguardar las garantías individuales, aun así se mantiene un mínimo andamiaje democrático que asegura elecciones cada cierto intervalo de tiempo. En dichas elecciones se presentan diversos candidatos que en esencia dicen mas o menos lo mismo, y cuya dialéctica se basa en autoproclamar su lucha contra la pobreza, la necesidad de redistribuir la riqueza, terminar con los privilegios de unos pocos, y en mostrar como causante de todos los males a las fuerzas irreflexivas del mercado, la avaricia capitalista o algún otro chivo expiatorio que sirva para justificar los reiterados fracasos nacionales. De ahí que estas sociedades no conozcan otra cosa por fuera de las mismas propuestas de siempre, las cuales giran en torno a tener un estado cada vez más presente que encabece el desarrollo económico, regulando, planificando e interviniendo en la economía. Y esto se repite interminablemente, algunas veces de manera más dramática que otras, dependiendo del contexto externo, pero siempre con los mismos resultados empobrecedores.
Este escenario es en mayor o menor medida el que uno observaba en los principales países latinoamericanos hace treinta años. Países como Chile, Argentina, Perú, Colombia, y Brasil compartían la mayoría de los rasgos que acabamos de describir, cada uno diferenciándose en aspectos de idiosincrasia particular a cada país. No obstante, dichos países han logrado revertir esta postal y en la mayoría de los casos además de haber logrado vigorosos procesos de crecimiento, han logrado reconvertir sus estructuras productivas introduciendo cada vez mayores grados de libertad y eficiencia en sus economías, han logrado convertirse en polos de atracción para la inversión externa y progresivamente han mejorado su sistema político y de representatividad, para facilitar la inserción de sus respectivos países a este mundo globalizado y cada vez más dinámico. Lamentablemente, no podemos decir lo mismo de la Argentina, uno de los pocos países que sigue representado en esta postal de decadencia económica y política.