El pasado mes de abril se publicó un informe del Observatorio de la deuda Argentina publicado por la UCA (Universidad Católica Argentina) donde se dio a conocer un dato, que si bien era esperable, no deja de sorprender. Dicho informe estima que el nivel de pobreza en asciende al 27% de la población y trepa a cerca del 39% en la franja de personas menores a 18 años. Si se excluyera la batería de asignaciones y programas asistenciales, dichos porcentajes son aún más alarmantes.
Estos relevamientos son importantes, no sólo porque permiten identificar aquellos hogares con necesidades en materia de ingresos, sino también debido a la ausencia de información pública en la materia (hecho inédito en el país). Recordemos que desde 2008 la Argentina no cuenta con estadísticas fiables luego de que el actual gobierno decidiera la intervención del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) para poder fraguar las cifras de precios, y con ello adulterar las cifras de pobreza, indigencia, y nivel de actividad.
La ayuda a las personas en situación de pobreza e indigencia es necesaria. Vivimos en comunidad y está justificado utilizar parte del presupuesto nacional para ayudar a los están en una situación desafortunada o aquellos que no se pueden valer por sí mismos. Pero en este sentido hay que remarcar que, según el propio informe de la UCA, las asignaciones y planes asistenciales solo representan el 16% de los ingresos de los hogares pobres (27% en el caso de los hogares indigentes), con lo cual podemos inferir que dichas asignaciones son tal solo un paliativo, una ayuda, que en el mejor de los casos complementa y refuerza los magros ingresos de dichos hogares. La solución a la pobreza estructural evidentemente pasa por otro lado.
El primer interrogante que surge al analizar estas cifras es: ¿cómo pueden observarse (y hasta admitirse) estos niveles de pobreza en un país que se vanagloria de haber tenido un proceso de recuperación y crecimiento a tasas del orden del 6,77% (últimos diez años) luego de la implosión económica de los años 2001/2002? Téngase presente, y a modo de poner las cifras en perspectiva histórica, que el promedio de pobreza en la década del 70 era cercana al 5%, durante los 80% ascendía al 23% y en los noventa al 22% (siempre en promedio). En los últimos diez años de gobierno kirchnerista las cifras de pobreza parecen trepar hacia nuevos máximos históricos.
Pues bien, más allá del crecimiento que se contabiliza en las cuentas nacionales, los ingresos de los argentinos han sido esmerilados por una inflación que ha crecido alocadamente, superando el 20% anual durante los últimos cinco años, y acumulando una suba cercana al 300% desde el 2003. Aún más, si se toma la canasta básica de alimentos (en lugar del índice general), los precios se han multiplicado por seis desde el inicio de la actual administración a la fecha. Así, no hay crecimiento que pueda compensar tamaña destrucción de ingresos (recordemos que, según algunas estimaciones, por cada punto adicional de inflación se generan 150.000 nuevos pobres).
Además de la inflación, debemos mencionar que la gran causa originaria de la pobreza estructural se encuentra en la débil y errática inserción laboral de esta franja poblacional, al encontrarse muchas de estas personas empleadas en trabajos sin tanta continuidad, de muy baja calificación, o simplemente al estar subempleadas (es decir, al no poder conseguir trabajos full-time). Nuevamente surge el mismo interrogante, ¿cómo puede ser que existan estos problemas luego de la supuesta revolución productiva y de crecimiento que se autoproclama desde el gobierno? Una causa la encontramos en la dinámica del mercado laboral que no ha sido lo suficientemente fuerte como para absorber con eficacia a todos los deciles poblaciones. En este sentido, podemos hacer dos observaciones.
En primer lugar, podemos mencionar la queja de muchos empleadores sobre la dificultad para cubrir determinadas vacantes debido a la ausencia de mano de obra “calificada”. Esto habla de una deficiencia educativa y, más aún, una ausencia de experiencia acumulada en rubros u oficios particulares, probablemente ocasionada por los acentuados vaivenes económicos que ha sufrido la Argentina y la resultante inestabilidad laboral, que conspira contra la adquisición de “know-how” y la especialización de la fuerza laboral.
En segundo lugar, hay que considerar la “relativamente” débil demanda de empleo, en relación a las necesidades de la población en condiciones de trabajar. Pensemos por un segundo en la autoevidente afirmación de que además de alguien que busca empleo (oferta) hace falta empresas (demanda) que puedan absorber dicha mano de obra. Es en este último sentido donde uno puede encontrar una explicación a toda esta problemática social y que pone en evidencia las falencias del autoproclamado “modelo de crecimiento con inclusión social”. Si las que demandan empleo son las empresas, lo esperable es que el país (y particularmente los que diseñan las políticas públicas) pueda fomentar su multiplicación (o al menos evitar que no se vayan). La performance de la Argentina en este rubro es decepcionante. Según estimaciones del FMI, la Argentina captó durante 2012 un paupérrimo 1,4% del flujo total de inversiones financieras en la región. El país que captó la mayor cantidad de fondos fue Brasil (37,8%) algo esperable debido al gran tamaño de dicha economía, y también debido a la confianza en el rumbo económico de dicho país. Pero lo realmente sorprendente es que países mucho más chicos que la Argentina nos sobrepasan de manera abrumadora. Chile absorbe el 11,9% de dichos flujos, mientras que Colombia y Perú tienen una participación del 6,2% y 5,5% respectivamente, sextuplicando y quintuplicando a la Argentina. Enorme oportunidad histórica que desaprovechamos teniendo en cuenta que la tasa de interés internacional está en los niveles más bajos del último siglo (1,7% actual contra un promedio de 6,6% observado durante la década del noventa, y más del 10% observada durante los ochenta). Pero ¿para qué sirven estos “flujos especulativos”? Veamos, la capacidad de inversión de las empresas y la capacidad de consumo de los particulares no sólo está determinada por los ingresos corrientes sino también por el acceso a fuentes de financiamiento (capacidad de endeudamiento). El mayor financiamiento (y encima a menor costo) fomenta la demanda de inversión privada y la capacidad de consumo.
Pero dejemos de lado la “inversión especulativa” que no goza de buena reputación en la argentina kirchnerista donde el gobierno las tilda de avaras y fugaces golondrinas. Si tomamos a la inversión “real” la situación es exactamente la misma. La propia Cepal en su último informe (2012) sobre “Inversión Extranjera Directa” (IED) muestra la pobre performance de nuestro país. Así, la IED por habitante de la Argentina asciende a 178 dólares anuales. Para poner esta cifra en perspectiva observamos que la IED en países como Chile, Perú, Colombia, y Uruguay, dicha cifra asciende a 1040 USD, 261 USD, 282 USD y 750 USD, respectivamente. La gravedad de nuestra mala performance es que se trata de “inversión real”, es decir, aquella que está directamente relacionada con la demanda de empleo formal y de calidad. Este es el “eslabón perdido”, la razón que permite explicar la imposibilidad de muchos compatriotas de encontrar un empleo que les suministre un nivel de ingresos necesarios para escapar de la pobreza y la marginalidad.
Antes de finalizar, y sin ánimos de autoflagelarnos, sino con el sano propósito de entender las causas de nuestros problemas, nos podemos preguntar por qué no somos un polo de atracción, un imán, para la inversión externa que son las que en última instancia generan la demanda de empleo. La respuesta se encuentra en las malas decisiones en materia económica y la poca seguridad jurídica del país. ¿Por ejemplo? Dejo algunos para que cada uno reflexione: estatización de Aerolíneas Argentinas (cuyas pérdidas acumuladas superan los 3500 millones de dólares, el equivalente a tres American Airlines), la expropiación de los fondos depositados en las ex AFJP (cerca 18.000 millones de dólares), expropiación de YPF (pero sólo del paquete accionario de Repsol, sin darles indemnización, y sin tocar las acciones del otro grupo empresario afín al gobierno), imposibilidad para comprar divisas extranjeras (cepo cambiario), imposibilidad de girar utilidades al exterior (y a las casas matrices), restricción discrecional de importaciones, control de precios, Ley de Reforma del Mercado de Capitales (que permite al gobierno intervenir en los órganos de decisión de las empresas), entre otras. Como se puede ver, en economía las malas decisiones se pagan, o mejor dicho, la pagan los pobres.