Por: Miriam Celaya
En la última semana han estado circulando numerosas opiniones acerca de la carta enviada al presidente de EEUU, suscrita por empresarios, intelectuales y personalidades de la política, tanto estadounidenses como cubano-americanos, pidiendo a éste una mayor flexibilización del embargo. Los criterios del debate desatado a raíz de la publicación de dicha carta demuestran a la vez la relevancia de las relaciones entre los gobiernos de ambos países en una eventual transición política en Cuba y la complejidad derivada de las múltiples aristas de un diferendo demasiado prolongado en el tiempo.
Hasta el momento se desconoce cuál sería la estrategia a seguir para un “acercamiento” al régimen que condujera a un avance efectivo en materia de derechos humanos y democracia en la Isla. Las posiciones extremas han matizado una polémica que –a juzgar por las señales que se están emitiendo– busca dirimirse entre el poder económico del exilio interesado en invertir en Cuba, algunos sectores de la política estadounidense y el poder político del régimen cubano. ¿Y qué papel juegan en todo esto los cubanos comunes? El de receptores pasivos, tal como ha estado ocurriendo en los últimos 55 años.
Es incuestionable que bajo condiciones de poder absoluto todo el beneficio de un levantamiento o flexibilización incondicional del embargo redundará a favor de la consolidación del poder de los Castro y su elite. Sin embargo, ¿significa esto que el embargo, o –como ciertos sectores proponen– su recrudecimiento, es positivo para el presente y futuro de los cubanos? En un momento en que el gobierno de la Isla necesita desesperadamente de capitales derivados de la inversión extranjera, ¿no sería posible para los interlocutores de un diálogo establecer una agenda racional que propicie la evolución a un escenario político plural e inclusivo para los cubanos?
Pero esto conduce a otras interrogantes no menos importantes: ¿existe al menos la intención de crear dicha agenda? ¿Estarían invitados los sectores opositores y de la sociedad civil a participar en su confección? ¿Quiénes serían los garantes que asumirían el compromiso público de su cumplimiento?
Sin haber obtenido respuestas a estas cuestiones esenciales no estaremos a las puertas de un diálogo que apunte a una solución para los cubanos, sino ante un arreglo que exigiría de éstos otra demostración de fe, tal como aquella que 50 años atrás hizo posible el empoderamiento de una dictadura. Es así que, incluso para algunos de los que nos hemos declarado opuestos al embargo como política obsoleta y retrógrada, una flexibilización unilateral e incondicional de éste podría ser más perjudicial que beneficiosa en la actual coyuntura, habida cuenta de la capacidad del régimen para maniobrar con ventaja en situaciones críticas. Una negociación, para ser efectiva, requiere de determinadas condiciones.
Por otra parte, el recrudecimiento del embargo solo conduciría a mayores penurias para los cubanos, a la acentuación de la violencia en Cuba, al éxodo y a la posibilidad de un caos social de consecuencias impredecibles. Ningún líder opositor estaría en condiciones de controlar semejante escenario.
Como se ve, no es un problema simple.
La oposición cubana duda
A nivel interno, entre los opositores de la Isla predomina un clima de reserva acerca de la eficacia de una propuesta “negociadora” que no ha sido claramente definida. Así, ante la inexistencia de fórmulas que permitan avizorar ventajas concretas para los cubanos o conquistas democráticas largamente anheladas, todo optimismo resulta intangible.
De flexibilizarse incondicionalmente el embargo, el gobierno de la Isla estaría ganando tiempo y consolidando su poder económico. En consecuencia, correríamos el riesgo de “avanzar” en reversa, hacia un capitalismo con la élite Castro en el poder, un escenario nefasto.
El éxito de la negociación consistiría, entonces, en trazar una estrategia tan inteligente e innovadora que posibilite que los intercambios comerciales y las inversiones derivadas de la “flexibilización” lleguen, en efecto, a los cubanos, y que ellos puedan “ganar autonomía”, y avanzar en sus libertades, en un plazo que las partes considerasen razonable. Porque ningún discreto beneficio económico justifica la ausencia de derechos políticos y cívicos.
Los temores de la oposición no son infundados. Ciertas personalidades interpretan a conveniencia el efecto de las reformas raulistas, magnificándolas, lo cual es más alarmante si el criterio parte de un político experimentado, como Arturo Valenzuela –uno de los firmantes de la referida carta al presidente Barack Obama–, quien considera la liberación de “los intercambios con Cuba” como “una forma de dar poder a los ciudadanos cubanos (…) la mejor manera de empoderar al pueblo”. Valenzuela habla de “una Cuba que está cambiando significativamente”. Y en realidad no miente: Cuba está cambiando, pero no exactamente para beneficio de los cubanos, como lo demuestran el empeoramiento de la economía tras seis años de “actualización del modelo”, el éxodo creciente hacia el extranjero y el incremento de la represión contra la disidencia.
Pudiera entenderse que Valenzuela no necesariamente esté interesado en el aspecto de las libertades cívicas de los cubanos. A fin de cuentas, es un político de un país extranjero y, como tal, defiende otros intereses, no los nuestros. Sin embargo, sus afirmaciones rayan en el insulto cuando afirma que “Hay un cambio en la política en Cuba en que los ciudadanos están siendo animados a desarrollar su potencial empresarial. En este momento, alrededor de medio millón de empresarios están empezando a reescribir la historia de su país iniciando su propio negocio, creando empleos para sus familias y comunidades”. Obviamente, se refiere en esos pomposos términos a los proto-empresarios de timbiriche –dígase propietarios de “paladares”, comerciantes de carretillas, taxistas, quincalleros de tarimas y toda la gama etiquetada bajo el rótulo oficial de “cuentapropistas”–, de los cuales solo una ínfima minoría clasificaría como empresario bajo los estándares de un país medianamente decente. De hecho, esa “sociedad civil” cubana ni siquiera tiene el derecho de asociarse libremente.
Por otra parte, resulta contraproducente que ninguna propuesta de las que propugnan “el impulso de la sociedad civil cubana” incluya al menos una representación de ésta en sus planes pro-democracia. Al parecer, ningún aspirante a interlocutor-mediador reconoce un mínimo de talento o de legitimidad entre nosotros.
En este sentido la experiencia de 2010 fue aleccionadora, cuando la Iglesia Católica medió con el gobierno (por solicitud de éste) en el proceso de liberación de los presos de la Primavera Negra, sin que ello haya arrojado hasta hoy avance alguno en cuanto al respeto a las libertades y derechos de ellos o del resto de los cubanos. Las expectativas que despertó aquel proceso terminaron en otro naufragio cívico.
Ciertamente, la sociedad civil es un sector minoritario y débil, como corresponde a una nación que ha vivido más de medio siglo bajo condiciones de dictadura. Sin embargo, no por ello los sectores influyentes del exilio deberían excluir las voces disidentes y los reclamos de los opositores en cuanto al derecho a participar en las transformaciones que han estado demandando a lo largo de décadas. Tal exclusión se extiende no solo a los defensores acérrimos del endurecimiento del embargo, sino incluso a los sectores disidentes que se han manifestado contrarios al éste. El pretexto más socorrido es que el régimen no aprobaría una negociación donde la oposición estuviera representada. Así, pues, resulta más productivo ignorarla.
Queda claro que estamos viviendo tiempos de cambio, aunque nadie sepa a ciencia cierta si serán para mejor. Dado que seguimos siendo la cometa a merced del cordel y de los vientos, no estaría mal que, por una vez, al menos sepamos hacia dónde nos conducen.