Por: Mundo Asís
Cuando se atenúen los ecos de la conmovedora consagración de Francisco, la Argentina política podrá regresar, colectivamente, hacia la intrascendencia habitual que la caracteriza.
Signada por la brevedad del horizonte. Por la carencia de interés, de escrúpulos, relevancia y alternativas.
Pero hoy es el tiempo de disfrutar la centralidad ocasional. Gracias al Fenómeno Francisco, la Argentina se encuentra asociada a la idea indispensable del cambio. De la fe. De la esperanza universal.
Debe comprenderse, incluso, hasta el acto de desfachatez protocolar, que está lícitamente justificado.
Aquellos que solían escaparse los 25 de Mayo, hacia Salta o Tucumán, para no escuchar al Cardenal Bergoglio, en el Buenos Aires que le correspondía, se desplazan precipitadamente para apretujarse en la fotografía de Roma, que paga falsificadores.
Cerca de la grandeza espiritual que no supieron, oportunamente, valorar. Sólo agraviarla.
De todos modos Francisco mantiene una inagotable reserva moral. Para eclipsar las mezquindades. Perdonarlas.
Mientras tanto, una parte significativa de los fundamentalistas que adhieren a las imposturas de la Revolución Imaginaria, aún se esmeran, miserablemente, en el regodeo de la descalificación.
Expresan el desagrado de los pequeños resentidos. Se aferran al oficialismo asustado que los contiene.
La nominación de Bergoglio-Francisco aún los sorprende. Los desborda. Los irrita. No la digieren.
Entonces debe soportarse la tentación cristiana de situarse en el mismo nivel de quienes lo ofenden.
A los efectos de no recurrir a la clásica sentencia de Maradona.
LTA.
Aquí se asiste al festival del error. La celebración del exceso emerge como un conjunto de desmesuras.
Se equivocan los cristinistas sin fe. Cuando temen enfrentarse, en adelante, con el poderoso “armador de la oposición”.
Los que creen que, como consecuencia de la confabulación del mundo -o por mera mala suerte-, el “Compañero Bergoglio”, de la sospechosa “Guardia”, fue designado Papa.
Pero sobre todo también se equivocan, en su impotencia, los anticristinistas ciegos que conservan la fe de los desesperados.
Los que perciben que, con la consagración de Francisco, se les resuelve el dilema político.
Que los cardenales, electores de Roma, les facilitaron la estimulación de las alternativas que aún no aparecen.
Como si el Fenómeno Francisco emergiera, repentinamente, entre la dispersión de la iglesia casi sin prestigio ni rumbo, sólo para dedicarse a influir en las cuestiones coyunturales, domésticas.
Las miserias cotidianas que aluden al poder de entrecasa.
Merced a nuestra inagotable capacidad de reducción, lo que debiera ser apenas una exclusiva prenda de orgullo nacional, parece haberse transformado, aquí, en un ajuste banal de cuentas terrenales.
El argentino, en algún momento, tendrá que contemplarse más allá de la estrategia del ombligo.
Del localismo que lo acota. De la autorreferencia permanente que, en definitiva, lo retrasa.
Para anexarse a la alegría de saber que Francisco hoy representa la máxima elevación espiritual. Que nos deposita, desde la periferia olvidada, en la centralidad.
Aunque Francisco se haya criado en Flores. Haya gritado los goles de Veira o de Sanfilippo.
O haya cantado, acaso, tangos. O incluso la marcha peronista, con los dedos desafiantes, en V.
Aunque sea nuestro, un Pancho de la otra cuadra, se transforma en el Fenómeno Francisco y hoy lo necesita el mundo.
Se encuentra intelectualmente capacitado para influir en otras problemáticas, trascendentales o no, de ámbitos infinitos.
Como franciscanamente lo pide, y aunque nuestra religiosidad sea relativa, hay que rezar por él.
El Fenómeno Francisco lo necesita.