La “desuribización” de Colombia

Mundo Asís

escribe Osiris Alonso D’Amomio
Internacionales

Para llegar a la conferencia del ex presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) debía sortearse la movilización de cien ruidosos manifestantes, que lo insultaban en la esquina de Santa Fe y Suipacha, a media cuadra del Hotel Alvear Art. Los gritones portaban cartelones negros con la despreciable inscripción “Uribe genocida”.
La ceremonia era completada con cánticos que aludían a la forzada similitud, entre el pobre Uribe y el General Videla.
Peor que una desmesura, o un simple exceso, se trata de un error.
Acontece que el condenable Uribe no está enrolado en la moda subcontinental del progresismo relativo. Patología que aún reconoce como cima a los Hermanitos Castro. Y que asocia a la dupla Chávez-Maduro, el temperamental Correa, el casi folklórico Evo Morales y, en menor medida, las señoras Dilma y La Doctora, que se detestan con énfasis, entre sí.
Uribe pudo haber cometido el pecado de ser de derecha. De mantener, incluso, la imperdonable alianza con “los gringos”. Pero fue un presidente democrático. Elegido en dos oportunidades, en 2002 y en 2006, en primera vuelta. Merece, al menos, el respeto contable del demócrata.

La ética de la traición

De todos modos pudo arribarse a la conferencia. Uribe llegó invitado por una fundación privada y una prestigiosa universidad.
De altura breve, de hablar pausado y de pie, la tonalidad de la disertación fue ligeramente auto-satisfactoria. En perfecta sintonía con sus actos de gobierno, que mantuvieron situaciones límites.
Uribe se esmeró en la persistente exaltación de su propia obra. En declaraciones de principios relativos a lo que debe ser un político y cómo debe actuar. Con la abrumadora conjunción de venerables lugares comunes que deben escucharse con rostro circunspecto, aunque sin tomar nunca con demasiada seriedad.
También el estadista se sumergió en solemnes reflexiones positivas. Acerca de lo que es el propio Uribe, lo que fue y lo que representa. En una atmósfera de anticomunismo piadosamente innecesario, que se justifica sobre todo por la guerra civil que sacude violentamente a su país. Desde hace medio siglo.
En la instancia concreta de las particularidades, Uribe sabe escudarse con habilidad en las sutilezas de la geografía y la distancia. Significa confirmar que, lejos de su patria, Uribe trata de ser lo más prudente posible (aunque sus críticos aseguran que se propone degradar a Santos, el actual presidente, desde el exterior).
Al margen de su prudencia elaborada, quienes conocen la situación interna de Colombia saben que Uribe es el enemigo inagotable del ingrato que lo sucedió.
Juan Manuel Santos, ocupante por varios años más (si es reelecto) de La Casa de Nariño, equivalente a nuestra Casa Rosada.
Santos fue su idóneo ministro de Defensa (el que piloteó el asesinato de Reyes). Pero en cuanto asumió la presidencia en 2010 cometió la osadía de llevar adelante su propia política. Sin ajustarse a los lineamientos duramente medulares que brotaban, en la práctica, de la herencia de Uribe.

Desairado por la ética de la traición, Uribe confió que a Santos lo votaron para que continuara con las claves sustanciales que signaron su gobierno exitoso.
Pero como suele suceder en los manuales, una vez que juró, Santos tomó inmediata distancia. En principio con los sorpresivos nombramientos en su gabinete. Hizo ministros a dos o tres personajes que Uribe consideraba directamente como sus enemigos despreciables.
Tardaba el pobre Uribe en darse cuenta que Santos iniciaba el proceso de “desuribización” de Colombia.
De manual. Para comprobar las teorías básicas de la política, a través del juego previsible de la traición, que suele ampararse, sin mayor rigor, en arrebatos de Maquiavelo o en canalladas inteligentes del Marqués de Talleyrand.
Desde entonces, Uribe se dedica a planificar su vuelta. Un móvil que se convierte, en nombre de los principios, en mera revancha personal.
Ahora se lanza como senador, para las elecciones de marzo.
Por lo tanto se justificaba que, mientras los anfitriones lo aguardaban para cenar, desde la habitación del hotel Uribe tratara de cerrar listas con diputados.

Emparedado de pacifismo

Uribe es, ante todo, un hombre de bien. Es probable que tenga suerte en la aventura del regreso. Quedó históricamente en el medio del virtual emparedado de pacifistas.
Entre Pastrana, su antecesor, y Santos, su sucesor.
Entre las fabulosas negociaciones en El Caguán. Con representantes del Estado y de las FARC, que se fueron al desván de los recuerdos cuando el legendario líder guerrillero, Manuel Marulanda, Tirofijo, lo dejó plantado al presidente Pastrana, con rostro de patriota decepcionado. Y las retóricas negociaciones que Santos -o sea el Estado colombiano- mantiene en La Habana con los personeros de las FARC. Los narco-guerrilleros que Uribe creía tener al borde de la rendición. Si se continuaba, claro, con sus políticas. Con la mano firme que le permitió ajusticiar al comandante Raúl Reyes, en el poblado de Granada, Ecuador. Para iniciar un desbarajuste diplomático con Ecuador y que incluía a Venezuela. Le correspondió a Santos subsanarlo.
Epílogo: hoy le facturan, al pobre Uribe, hasta los excesos de los paramilitares. La legitimación de los barulleros que lo insultaban en la esquina.

Llamativamente Uribe impugna, desde la derecha, el emparedado de la pacificación de Colombia. Pero con argumentos similares a los que utilizan, en la Argentina, los referentes de la izquierda. Para impugnar la idea de la Reconciliación Nacional.
No acepta -sostiene Uribe- “la paz con impunidad”.
Significa confirmar que Uribe reclama el castigo permanente para la narco-guerrilla.
Justamente es la misma exigencia de la izquierda argentina, cuando resiste cualquier proyecto de Reconciliación.
Nada de paz que derive en “impunidad para los genocidas”.
Desde ambos costados, los que resisten la idea del reencuentro, exigen castigos. Quieren presos, y rencores divisorios, para siempre.

Agotado, Uribe saludó a cada uno de los presentes. Y se fue a dormir. O a “cerrar” telefónicamente con los diputados de la lista.
Afuera, en Suipacha, no quedaban rastros de ningún movilizado.
En la esquina de Suipacha con Marcelo T. de Alvear sólo pudo verse un perro triste. Obstinado. Amagaba con seguir a cualquier caminante de la noche.

Osiris Alonso D’Amomio