Por: Ricardo Romano
Estoy persuadido de que en el siglo XXI la comunidad política mundial debe hacer el esfuerzo necesario para que no quede vestigio alguno de dictaduras que masacran a sus pueblos ni de democracias imperiales que aspiran a imponerse por la fuerza. Y de que la guerra es el recurso del “poder” cuando no puede hacerse respetar como “autoridad”.
Fue por ello que, en junio de 2003, propuse al Plenario de la Internacional de Partidos Políticos de Centro (IDC), reunido en Portugal y al que asistí como representante del Partido Justicialista, respaldar la candidatura de Juan Pablo ll al premio Nobel de la Paz. Los considerandos de mi propuesta de resolución eran al mismo tiempo los argumentos para rechazar la solicitud formulada por José María Aznar y José Manuel Durao Barroso de que los partidos políticos allí reunidos apoyásemos el documento aprobado en las Islas Azores donde se tomó la decisión de invadir Irak.
Ahora, y con el propósito de que el Comité que otorga el Nobel de la Paz no vuelva a incurrir en errores tales como negarle ese galardón a Wojtyla y otorgárselo prematuramente a Obama, quiero reproducir aquí aquellos considerandos referidos a Juan Pablo II, en los que encuentro también los fundamentos para el Nobel a Francisco, como continuador del desafío de contribuir a la instauración de un orden mundial para el siglo XXI sobre la base de la libertad, la igualdad, la fraternidad, la solidaridad y la justicia.
Por eso reproduzco a continuación mi proyecto de resolución:
El Nobel de la Paz para Su Santidad Juan Pablo II (Junio 2003)
Por recordarnos continuamente la centralidad de Dios en la Historia. “La historia no está en manos del destino, del caos o de las potencias opresoras”. La última palabra sobre el acontecer humano la tendrá “el Dios justo y fuerte”. (3/4/03) Por su condena a los intentos de “hacer callar la voz de Dios en el corazón de los hombres; de hacer de Dios el gran ausente en la cultura y la conciencia de los pueblos” (3/4/03) Por sus continuas exhortaciones a la paz, acompañadas de sostenidos esfuerzos diplomáticos tendientes a evitar que la destrucción, el dolor y la muerte se enseñoreen en cualquier región de nuestro mundo.
Por hacerse vocero de todos aquellos que, a lo largo y a lo ancho del mundo, creemos que la guerra “es una derrota para la humanidad”. Por convocar a todos los hombres a afrontar “el inmenso deber de recomponer las relaciones de convivencia con la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. “Nunca el futuro de la humanidad podrá ser garantizado por el terrorismo y la lógica de la guerra” (23/2/03) Por sumar su voz a los pedidos de desarme de los países y al cumplimiento por parte de éstos de las resoluciones de Naciones Unidas. Por advertir que “quien decide que se han agotado todos los medios pacíficos que el derecho internacional pone a su disposición, asume una grave responsabilidad ante Dios, ante su conciencia y ante la Historia” (marzo de 2003)
Por su enérgica condena al terrorismo, “terrible afrenta a la dignidad del hombre” (12 de septiembre de 2001, mensaje en ocasión de los atentados en Washington y Nueva York), “formidable e inmediata amenaza para la paz” (en vísperas del primer aniversario de esos ataques terroristas). Por sus llamados a favor del desarme nuclear. Por el rotundo “nunca más, nunca más, nunca más” que pronunció el 12 de marzo de 2000, en alusión a las guerras de religión, las Cruzadas, la Inquisición y el silencio ante el Holocausto.
Por su reconocimiento del rol central de las instituciones multilaterales, como Naciones Unidas, para la gobernabilidad y la paz mundiales.
Por recordarnos que “el derecho internacional, el diálogo leal, la solidaridad entre los Estados, el ejercicio noble de la diplomacia, son medios dignos del hombre y de las Naciones para resolver sus actos contenciosos” (14/1/03)
Por devolverle vigencia a la Encíclica Pacem in Terris, en la cual su antecesor Juan XXIII insistía en el respeto a la igualdad y a los derechos de todos los seres humanos y de todas las comunidades políticas, y en el rechazo a los atropellos y a la guerra y llamaba a la instauración de una “autoridad pública de competencia universal”. Por tener presentes en sus oraciones a todos “los que sufren en carne propia el drama del calvario”, a las “víctimas del odio, la guerra y el terrorismo” [mensaje pascual de abril 2003] Por su preocupación por los refugiados y prisioneros de guerra. Por su oposición a la pena de muerte y su constante intercesión por los condenados [la última en data, ante el gobierno cubano el 24 de abril de 2003]
Por su sueño de reunir nuevamente a los hermanos cristianos divididos (católicos, ortodoxos, protestantes, anglicanos). Por haberse hecho apóstol del acercamiento y del diálogo interreligioso. Por sus esfuerzos para evitar el peligro de un choque de culturas y religiones. “Debe existir cooperación entre todos aquellos que creen en Dios”. “La auténtica religiosidad, lejos de colocar a individuos y pueblos en conflicto mutuo, los impulsa a construir de manera conjunta un mundo de paz” (31/12/02).
Por su invalorable contribución a la caída de un sistema de opresión –“el comunismo” que “ha demostrado ser una medicina más peligrosa que la propia enfermedad”. Por su consternación ante el “escándalo de la pobreza” y su pedido de que sea reconocida “la prioridad de la persona humana a la cual deben ser subordinados los sistemas económicos”. Por su llamado a “no permanecer indiferentes ante la suerte de aquellos que están sin trabajo, viven en un estado de creciente pobreza, sin ninguna perspectiva de mejora de su propia situación y del futuro de sus hijos” (agosto de 2002)
Por su lamentación de que el poder mundial resida en pocas manos. “Decisiones con consecuencias mundiales son tomadas sólo por un pequeño grupo restringido de naciones” Por su defensa de la vida humana desde la concepción, su categórico rechazo a la manipulación genética y su condena a quienes se arrogan “el derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana”. Por haber recorrido incansablemente el mundo entero, exhortando a los hombres de buena voluntad a “trabajar por la paz”, “una obligación permanente” (6/4/03).
Por todas estas razones, los miembros de la IDC adherimos fervientemente a las iniciativas de quienes han postulado a su santidad Juan Pablo II como candidato al Premio Nobel de la Paz este año, a la vez que reiteramos nuestro compromiso de luchar desde nuestros respectivos países por lograr una continuidad política, económica, social y cultural de los caminos que Karol Wojtyla nos señala desde la fe.
Y hoy agrego: Por haberse puesto Bergoglio “al hombro” la responsabilidad de la lucha por todo lo anterior, pido el Nobel para Francisco.