Por: Ricardo Romano
Cuando el poder se debilita, migra inexorablemente en el sentido de la autoridad. Es el principio que explica muchos de los reconocimientos que recibe el Papa por parte de dirigentes políticos mundiales.
Barack Obama, pese a ser de confesión protestante y presidente de la primera potencia mundial, no preguntó “¿cuántas divisiones tiene el Papa?” –como en su tiempo lo hizo Stalin- para reconocer la autoridad de Francisco.
En septiembre pasado, cuando Obama, en nombre de la “seguridad nacional estadounidense”, buscaba respaldo en el G20 para atacar militarmente a Siria, el Papa envió una carta a Vladimir Putin en la cual abogaba por una salida negociada al conflicto, subrayando la urgencia del cese de la violencia y de hacer llegar asistencia humanitaria a toda la población.
Francisco convocó además a una “Jornada mundial de ayuno y oración por la paz en Siria, Medio Oriente y el mundo” en plaza San Pedro, una actividad que fue seguida por millones de personas en todo el planeta.
Siria aceptó entonces la propuesta de Rusia de poner sus armas químicas bajo control internacional. Y Obama no tuvo más remedio que postergar el ataque militar y aceptar la propuesta de Francisco de respetar el derecho internacional y la solución pacífica de los conflictos; condicionado también por el peso moral de haber recibido –apenas investido- un Premio Nobel de la Paz sin haber tenido la posibilidad de hacer algo para merecerlo.
Sin embargo, este hecho no agota en modo alguno la totalidad del vínculo del Papa con los Estados Unidos. Cabe recordar que, en los primeros tiempos de su pontificado, Francisco dispuso que El Vaticano firmase un acuerdo con el Financial Crimes Enforcement Network para fortalecer la lucha contra el lavado de dinero que financia el terrorismo y el narcotráfico. Temas que, junto a la modificación de las restricciones inmigratorias y la lucha contra la trata de personas, configuran asuntos comunes de la agenda entre EEUU y el Vaticano.
Ahora bien, frente a la nueva iniciativa de Putin de anexar Crimea, Obama queda interna y externamente debilitado. Y el poder, como decíamos al inicio, cuando se debilita, migra en el sentido de la autoridad.
El poder, incluso el de la primera potencia mundial, es una categoría de orden físico que sólo a través del reconocimiento a la autoridad puede ascender al orden de categoría moral. Lo que Obama -el poder- necesitaba y Francisco -la autoridad- requería es lo que lleva al encuentro de ambos. Y ese aporte enriquece a Francisco en la antesala de su viaje a Tierra Santa en el que se propone promover la paz en una convulsionada región, víctima de guerras fratricidas y escenario de disputa entre potencias mundiales.
En conjunto, tanto la visita del presidente de Francia, como la del de EEUU y la de la Reina de Inglaterra, colocan de hecho a Francisco como un líder espiritual de Occidente.
El todo es superior a las partes
Francisco es un argentino que es Papa, por eso no prescindió del pasaporte de su país natal.
Pero en su condición de Sumo Pontífice, lo primero a salvaguardar son sus intereses estratégicos como jefe del Vaticano y cabeza de una Iglesia ecuménica, y no los que derivan de su condición de argentino.
Es por ello que, si durante el encuentro con la reina Isabel II eventualmente surgen temas vinculados con la Argentina, él no tendrá en cuenta los requerimientos adolescentes de un oficialismo oportunista y mediático. Y, para tratarlos, usará responsablemente la táctica de la “aproximación indirecta” formulada por el ideólogo militar inglés Lidell Hart, uno de los autores preferidos por Bergoglio en sus años de formación política juvenil. Pero para los temas geopolíticos que se aborden, casi con seguridad recurrirá a Disraeli -constructor del imperio británico al que también Bergoglio oportunamente leía-, autor del conocido concepto de que los Estados “no tienen amigos ni enemigos permanentes; lo único permanente son los intereses”.
Y el Papa es el titular de un Estado que necesita contar con el respaldo de las principales potencias occidentales, en particular cuando en agosto próximo, en respuesta a su “genética jesuita”, inicie un viaje al Asia (Corea del Sur) donde entre otros objetivos buscará aportar a la reconciliación de la península coreana. Y muy en especial, en el contexto de una estrategia sin tiempo, empezar a acercarse y acercar a China.
“Envié una carta al presidente Xi Jinping cuando fue electo tres días después de mí, y él me respondió. Es un pueblo grande al que quiero mucho”, dijo Francisco en una entrevista al cumplirse un año de su elección como Papa, para enfatizar la importancia que asigna a la potencia que alberga al veinticinco por ciento de la población del planeta.
China tiene sus “tiempos” en materia diplomática, pero recordemos que allí todavía hoy es venerado el padre Mateo Ricci -otro jesuita-, cuatro siglos después de haber cumplido su misión en esas tierras.
Nada mejor, entonces, que construir un lecho espiritual para que China se abra culturalmente a Occidente. Y nada más trascendente que este vínculo con Oriente, para un Francisco que aspira a colocar al Vaticano como elemento de armonía en el tablero de la disputa geopolítica mundial.
Por todo ello, el encuentro con la Reina de Inglaterra -cabeza de la Iglesia Anglicana- es objetivamente concurrente con los propósitos estratégicos de Francisco. A pesar de Malvinas. Y a pesar de las solicitudes de los “apresurados y desagradecidos” que ayer lo estigmatizaban y hoy en virtud de su prestigio “se le cuelgan de la cruz”.
Coherentes con la impericia serial demostrada, desprestigiando a la Argentina internacionalmente en las relaciones con Venezuela y con Irán, ahora, en una actitud no sólo desubicada sino hasta perversa, importunan a Francisco pidiéndole que abogue por Malvinas.
Teniendo en cuenta que el Papa debe considerar al mundo en su conjunto y no en función de una parte, puede afirmarse que, geoestratégicamente, la Reina es más concurrente con los objetivos de Francisco que los enviados del Gobierno argentino con sus “imberbes” demandas.