Por: Ricardo Romano
Los populismos del siglo XXI, tan en boga en América Latina al amparo del boom de los commodities, acabaron siendo antipopulares porque representaron un atajo para que los dirigentes hicieran rápido y mal lo que de otro modo les hubiera exigido excelencia, sacrificio y vocación de servir.
Los últimos acontecimientos en Brasil, Argentina, Bolivia y Venezuela ponen en evidencia que, agotado el maná del auge de las materias primas, la corrupción, la demagogia y la constante violación de las reglas de juego de la macroeconomía produjeron un espíritu de cambio en las expectativas de los votantes.
Esta nueva realidad debe ser aprovechada para la gestación del liderazgo que la Argentina necesita. Hoy no alcanza con prometer el reparto de bienes desde el poder por el simple hecho de que no se puede repartir bienes en abstracto. Ya no sirven las prácticas clientelísticas para ganar pues no hay medios para sustentar las clientelas y a su vez la vocación clientelista de los electorados empieza a estar en franca retirada.
Por ello los nuevos liderazgos para construir un posicionamiento político coherente no deben anclarse en lo que “eran” ayer las normas que regían el juego de la política sino que deben centrarse en lo que “deben ser” hoy, para asegurar un proceso de eficiencia económica, competitividad y justicia social. La “modernización” invocada por las nuevas autoridades es un concepto que hay que llenar de sentido.
El ritmo creciente del cambio debe potenciar nuestra capacidad de adaptación a una nueva etapa de la historia en la cual pareciera que los acontecimientos se precipitan sin consultar la voluntad de los protagonistas, por ello es perentorio instituir una nueva estructura geopolítica del país -Regionalización- que aumente la eficacia tanto para la atracción de inversiones como para la multiplicación de las exportaciones. Y que saque al Estado de la disputa política y lo coloque respecto del mercado en situación de armónico equilibrio para facilitar la participación de la sociedad civil y realizar pacíficamente una verdadera revolución política, institucional, legítima y legal.
La sociedad del conocimiento debe ponerse definitivamente al servicio de la clase productiva y un nuevo status científico debe permitir incorporar al capitalismo como parte de un orden social cuyo funcionamiento se subrogue al ejercicio de la conducción política.
El líder político de hoy juega su prestigio no sólo en el terreno local, sino también y fundamentalmente en la arena internacional. Hoy no bastan para ninguna sociedad las características de un líder fronteras adentro. Esto pareció estar presente en el espíritu del discurso que el presidente argentino recientemente electo pronunció en la apertura de sesiones del Congreso de la Nación, cuando anunció “una intensa agenda para vincularnos con el mundo, para tener una Argentina protagonista en los debates y procesos de la agenda internacional”
Para el logro de estos propósitos que configurarían una Argentina integrada a sí misma y al mundo es fundamental dejar de lado todo consignismo demagógico y priorizar el diálogo como forma de contener a la diversidad política nacional por medio de una metodología que le dé un carácter concurrente a los intereses de todos.
Unir a los argentinos debe significar también recrear los fundamentos de una nueva sociabilidad comunitaria que restablezca los lazos que garanticen la unicidad del proceso histórico y cultural que vincula nuestro pasado, presente y porvenir.
Por ello, con este nuevo gobierno, la estatua de Colón tiene que volver a su emplazamiento original y los retratos de Belgrano y San Martín no deberían estar ausentes en ningún despacho oficial.
Finalmente, el contexto de la Argentina actual es el marco adecuado para profundizar “ya” el desarrollo de un diálogo político que permita formular una agenda de temas culturales, políticos, económicos, ecológicos y sociales, a través de la cual puedan compatibilizarse criterios nacionales, regionales y provinciales, con el fin de crear una verdadera trama de reglas universales que aseguren la eficiencia económica, la racionalidad ecológica, la legitimidad política y la justicia social.